miércoles, 5 de enero de 2011

El delirante barrio de los canales

Lo que son las cosas, a veces pienso en que mi aventura adolescente, esa de dejar el periodismo estable para volverme un free lance de los barrios y de la vida, parrandear en bares, declamando poemas o sacando fotos como un eterno veinteañero que vagabundea por calles y calles, me pasará la cuenta temprano o tarde. Pero parece que no. El mundo envejece a mi alrededor y por mi inconciencia impenitente y por mi edad es como si sólo pasaran días o a lo más sólo semanas. El otro día por ejemplo, cuando caminaba por el barrio de los canales de TV para escribir esta columna, me encontré con un antiguo compañero de Universidad que hoy sale en un matinal como notero. Los años habían pasado y él se dirigía a almorzar con su esposa para volver rápido a la pega. En mañanas de invierno, cuando siento el calor de las sábanas que envuelven mi dormir post caña hasta tarde y más allá de la ventana hay un temporal de llovizna fría sobre las nacientes luces de una ciudad colapsada por la inutilidad de los pasos a bajo nivel, ahí está él, transmitiendo para el Buenos Días a Todos, con el agua hasta el cuello, entrevistando a la vecina o al poblador. Yo por mi lado apagó la tele y sigo durmiendo ¡Ídolo Christián Herren! En fin, sólo basta darse una vuelta por estos barrios para toparse con casi famosos o famosos de medio pelo, haciendo gala de una mal ganada petulancia o de una modesta fama conseguida a pulso. Desfilan ante la vista los actores del Club de la Comedia, ochentenos humoristas trasnochados, rostros de segunda línea como Teresita Reyes, la abuelita del Quique Morandé o el accidentado y pasado de moda Fabricio- que se sientan tranquilamente mientras una parvada gris de escolares en falda se acerca tímida para solicitar un autógrafo. Y es que este paisaje, este barrio glamoroso, recibe comúnmente las escenas más delirantes de patetismo adolescente. Pero da lo mismo, tenemos nuestro Hollywood criollo al fin y al cabo, y de que tiene su encanto lo tiene, por lo menos para ciertos perfiles conspicuos de casi famosos, escolares y modelos de mediana pinta o flacos medios esmirriados que andan por aquí, parados en la puerta de este pequeño oasis de estrellato en busca siempre de la oportunidad soñada, ya que en la mente de algunos en Chile las cosas funcionan igual que en las películas gringas donde el chico de pueblo, humilde y bien intencionado, llega desde la granja a la gran ciudad a triunfar. Sólo que aquí a veces no se triunfa, o si se triunfa ese pequeño y adictivo gustito rico pasa rápido. Muy rápido pero no sin antes ser anunciado con bombos y platillos en los diarios faranduleros que dicen sandeces como: Triunfa humilde pastorcita que cantaba como Madona o Niño con dislexia confunde frazada con zafrada o una tal Arenita sufrió ataque de histeria y destrozó pub a patadas. Y resulta que se le saca el jugo a la cuestión diciendo que en Chile los sueños sí son posibles y así un Farkas regala plata a la chusma hambrienta o el terrible encierro de 33 mineros se convierte en un reallity de poca monta, y se repite hasta que se vuelve penoso y humillante, pero eso no le importa a nadie, y mucho menos a ellos, los que llueva o truene están en esta eterna Inés Matte Urrejola esperando que los sueños se hagan realidad. Porque de realidad vive el hombre, aunque en definitiva soporta poca. En algún momento las luces se apagan, la intimidad del alma nos pregunta si hemos fracasado y la respuesta es sí, lo hemos hecho, pero por último con estilo y glamour. A lo mejor mi empeño en querer seguir parrandeando se entronca demasiado bien con esta idea de la vida. A lo mejor vivo la eterna espera a que llegue el momento cuando alguien me descubra y diga: Mauricio Valenzuela, eres maravilloso ¿Quieres ser famoso? Por Dios, sí, si quiero.

El Museo desmemoriado


Si supiéramos de qué enrarecida atmósfera, de qué objetos tristes está hecha la memoria de un país olvidadizo, sería tan fácil colocar un museo. Pero la nada, en todas sus formas y su cotidianidad, como las manchas en un espejo roto, nos asalta siempre ocupando todo: paisajes, rostros, vivencias y opiniones, formas que viven y mueren en la sequedad de un espacio más vacío que aquello que llamamos memoria. En vez de una certeza del pasado tenemos la ignorancia, la moda que al ritmo de bicentenarios y raitings hace series y productos aberrantes con nuestra querida historia de Chile que sufre la misma malformación que los cuentos clásicos sufrieron con las películas de Disney. Manuel Rodríguez es un Benja Vicuña, Martín Rivas un neurótico y Adiós al séptimo de línea fue verdad. Se dice lo que se quiere y además se omite deacuerdo a criterios editoriales. Hace pocos días leí una carta del Académico Pedro Godoy enviada a la dirección del Museo de la Memoria en que recalca la omisión que hacen las instalaciones ubicadas frente a Quinta Normal de otros periodos de nuestra historia que no sean la dictadura de Pinochet. Aparece la referencia a hechos como la masacre del seguro obrero –de la que Chilevisión acaba de transmitir una versión que es un insulto a cualquier memoria histórica-, o la guerra civil de 1891. Pero podemos enumerar más: la matanza de Lo Caña, Santa María de Iquique, Ranquil en que mueren 400 campesinos que luchaban por sus tierras en el Sur, los atropellos de la dictadura ibañista, las persecuciones de la ley maldita, los veteranos del 79 muriendo de hambre, la masacre de Puerto Montt en 1969 y un montón de etc. Nos basta leer libros como “Lo que supo un auditor de Guerra” de Leonidas Bravo, “Inquisición en Chile” de Touwnsend y Onel de 1932 o “Masacres en Chile” de Patricio Mans para saber que la tortura, la violencia, el soplonaje y la conspiración fueron métodos comunes y sistemáticos en pasados gobiernos también. Entonces ¿Hay que tener un espacio tan gran grande para un solo hito? ¿Por qué la otra parte tiene que reducirse a muestras itinerantes? La respuesta de la dirección del museo a Pedro Godoy fue: “Hay muchos hechos de violaciones a los DDHH en la historia de Chile, todos ellos por cierto repudiables. Sin embargo, la Fundación Museo de la Memoria, a través de su Directorio, ha definido como línea editorial de esta institución que los hechos que se exhiban en la muestra permanente contemplen sólo el período que va entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990. Lo anterior ha sido así considerando, por un lado, porque ninguno de los hitos históricos anteriores corresponden a una violación sistemática, por 17 años, de parte del Estado”.
Pienso aunque suene pesimista y algo exagerado, que nuestra historia en total es una violación sistemática a los DDHH. De todos modos el tremendo hito de un pasado fundamental y reciente no debe olvidarse y en esta línea el Museo consigue emocionar, mostrando un punto de vista íntimo, repleto de documentos, cartas, fotografías, emotivas arpilleras hechas por las madres de los que no aparecieron. Personajes entrañables como el querido José Tohá aparecen en pantallas permanentes. El espacio de tres pisos, desolado de alguna manera, luminoso, lleno de grandes extensiones de nada la mayoría del tiempo, quizás busca interpelar a esa memoria en que la historia se pierde en bastos espacios de silencio abrumador. Será este uno de los museos más grandes del país, pero la distribución de todo lo que tiene cabría perfectamente en un solo piso. Los dos que sobran podrían ser un homenaje a otras memorias. Por qué un Víctor Jara, figura central aquí no puede estar junto Antonio Ramón Ramón, obrero anarquista que vengó a su hermano asesinado en Santa María de Iquique. Quién se acuerda ahora de José Domingo Gómez Rojas que murió en un manicomio, asesinado prácticamente por agentes del Estado que destruyeron el local de la FECH en 1920.
El gran velatorio permanente que tiene este lugar en su centro y que es sin duda lo más impactante, creo que debería incluir, también, las caras de otros, para que la memoria que se exalta sea total. Recuerdo para terminar las palabras de Allende: “la memoria es nuestra y la hacen los pueblos”.

lunes, 3 de enero de 2011

Centro Cultural Gabriela Mistral ¿Hay algo que ver?

De inmediato uno piensa en esa manía que tenemos en este país de llenar de cultura, para enfrentar finalmente la vista distraída del paseante a espacios vacíos – o lo que es igual, llenos de muchedumbre que camina sin rumbo de un lado a otro para convertir aquellas grandes extensiones de perplejidad y de terreno caminado en pregunta: ¿Hay algo que ver? Recuerdo actos culturales de hace unos años donde se caminaba como ganado por el Forestal, siguiendo a la manada que iba de una parte a otra sin llegar nunca a un puerto satisfactorio, y que sólo se contentaba con ver malabaristas como los que se ponen en la luz verde del semáforo. Pero las cosas cambian, afortunadamente.
Fue mucho tiempo el que esperó el pueblo de Chile para volver a estas antiguas dependencias que hoy, luego de excesiva y correntosa agua bajo el puente histórico de nuestra vida republicana, vuelven a ser el símbolo de la apertura de las grandes alamedas. Y es que estas estructuras de cobre, los grandes ventanales, los imponentes pilares de piedra y la brisa fresca que pasa por sus espacios vacíos, es un hondo reflejo de aquel vaticinio poético dicho en La Moneda hace tantos años, y que hoy, por fin, hace eco para embellecer el lado norte de nuestra Alameda, dándole al barrio Lastarria, esnobista en sí mismo, una razón real por fin para tal atribución.
Tenemos el lugar soñado, pero aún así, luego del boon de la inauguración, llena de los artificios y pirotecnias propias del mundo cultural chilensis, la concurrencia es poca todavía. El espacio desolado que repleta nuestra vista, aquí parece contestar auspiciosa pero desgraciadamente lento a la pregunta recurrente de todo espectáculo cultural: ¿Hay algo que ver? Obviamente. Pero por lo pronto sólo podemos agradar la vista con una expo genial de fotógrafos españoles y punto. El resto es espacio, espacio para caminar, espacio para mirar la nada y sobretodo, espacio para meditar. Tantas cosas que pasaron en esta UNCTAD, Diego Portales y ahora, por fin, Gabriela Mistral. Tantas ordenes siniestras aquí dadas parecen retumbar, todavía, atemorizando al público que ha visto –creo, basándome en lo que siento- en este sitio de despojos un renuente algo de lo que fue una época miserable. Porque debajo de los disfraces aún está la oscuridad, pero, mirando más adentro de aquella sombra, en la profundidad de los cimientos, en el alma de este sitio, muy por debajo de las relucientes maderas que hoy reverberan al sol primaveral y de los malos recuerdos, hay una respuesta, un camino que indica que sólo debemos ocupar de nuevo la vieja UNCTAD, entrar a sus pasillos, pololear, conversar de lo humano y lo divino, y reírnos mientras vemos fotos, cuadros, miramos su biblioteca, oímos a nuestros poetas, respiramos el aire rico de Santiago y sentimos el futuro. Porque esta UNCTAD o Gabriela Mistral tiene la maravilla de darnos el espacio para echar a volar la mente en un laberíntico recorrido de proyectos y sueños. Y aunque hay chaqueteros que han dicho que este lugar es un elefante blanco que nació muerto, porque su gran tamaño le hará difícil ser llenado por la curiosidad del capitalino que poco engancha con un diseño tan grande, creo que estamos ante la oportunidad perfecta. Salas grandes nos darán actores grandes, espacios enromes nos darán desafíos enormes y obligaciones con aquello que tanto se hace llamar cultura pero que aquí tiene que salir a la cancha. Porque en la cancha se ven los gallos, tomémonos el Gabriela Mistral se ha dicho.

Las fotos perdidas de calle Moneda

Como ocultos intersticios que delinean un territorio de magia, podríamos catalogar algunas zonas de la ciudad que por lo común que son ante nuestra vista, súbitamente de pronto no notamos que desaparecen, y locales y casas, monumentos y costumbres desaparecen también con ellas, ante la indiferencia del público. Y es así como nadie, casi en absoluto, nota que la ciudad –aquel entramado abominable que no duerme y que tan fácilmente olvida- y sus costumbres de antaño y sus rostros y realidades, van muriendo también al ritmo abrumador del cambio. Por ejemplo, y hablando de viejas tradiciones ¿Quién recuerda hoy la fotografía pintada? Al pasar por la calle Moneda –hoy provista de poco que ver, salvo el palacio de gobierno y su cápsula de rescate para mineros y una que otra librería y placa recordatoria- se evoca el desaparecido Estudio Mattern, atendido por su dueño, W. Mattern, quien aprendió el oficio en la Alemania de la Primera Guerra, cuando con 14 años se hizo cargo del estudio donde trabajaba como ayudante porque el dueño había partido a las trincheras. Mattern, tras varias aventuras en Europa, viajó a Chile en los años 20 donde se estableció como fotógrafo y artista, instalando su clásico estudio en esta calle, por donde desfilaron muchos presidentes y personajes políticos de todos los sectores: Allende, Pinochet, Ibáñez y Alessandri entre otros fueron sus clientes. También una vez llegó aquí el Padre Hurtado quien se hizo el famoso retrato pintado que hoy se enarbola como su efigie en todas las estampitas y afiches que lo recuerdan. Podemos nombrar a Jorge Délano “Coke”, José María Caro, Clotario Blest, y un largo etc de personajes que desfilaron ante su lente sincero y fueron retocados con sus oleos. El trabajo aquí era arduo y se pintaban aproximadamente 60 retratos al mes. (Para esta nota la familia de Mattern gentilmente nos dio acceso a parte de su archivo). Pero en Santiago este estudio –aunque sí el que mejor trabajaba la calidad de pintura- no era el único. Había una vieja fábrica en calle Maruri, que era la que hacía los clásicos retratos ovalados en esos vidrios estilo bombé que son por su masiva cantidad los que más permanecen en el recuerdo de las viejas generaciones. También estaba el estudio Reimar de Manuel Escandón que junto con pintar fotos, registraba en ellas el acontecer social de nuestra vida ciudadana. Hoy poco queda de esa tradición y si no fuera por la prodigiosa maravilla de un par de artistas como Leonora Vicuña o Saida González, el viejo arte de colorear con vida la imagen congelada sería sólo otra memoria perdida en este país de memorias parciales, un Chile que como las viejas fotos necesita un poco de color que haga perdurar emociones y sentidos. La calle Moneda hoy es de todos modos un interesante paseo donde con un poco de imaginación podemos encontrar una evocación de algo pasado. Algo hay en algunas vitrinas, un no sé qué de viejo, un no sé qué que no quiere irse y que nos da un atisbo de un país coloreado con creatividad y que alguna vez existió en estos rincones.

sábado, 1 de enero de 2011

El viejo nuevo barrio Esmeralda

El cristalino caer del agua estancada de la fuente, es sin duda el característico campanilleo que da a este barrio Esmeralda un signo de identidad. Tanto así, que justo en esta plazoleta hay un escondido motel cuyo nombre –Cascada-, hace un homenaje al trino acuático de la fuente, ya que cuando uno está en pleno acto amatorio de pronto repara en la caída del agüita que desde afuera, como una música patética, repleta los oídos de insistentes gorjeos. Es común que las parejas se paren aquí y se hagan las lesas, haciendo un largo y tímido preámbulo antes de atreverse a entrar a los recintos amorosos y sus tragos de cortesía y películas porno que se ven mal. Pero este no es el punto principal que define la realidad de este curioso rincón. Aquí hay otra cosa. Una impronta semi bohemia, interesante, que de a poco, con un tesón que se nota en el auge creciente de locales nuevos de diseño y cafeterías, va formando un cuerpo cultural que se agita bullente alrededor de La Posada del Corregidor. En esta vieja construcción colonial, verdadera alma del sector, se coordinan hoy por hoy las actividades patrimoniales del grupo Cultura Mapocho que tiene en marcha toda una dinámica que invita al público, semana a semana, a tomarse la ciudad, recorriéndola en geniales tours gratuitos a cargo de expertos –periodistas e historiadores jóvenes- que se juntan en un punto especifico para partir a perderse entre los intramuros capitalinos.
Me parece que este lugar es un buen punto de inicio para introducirnos en una dinámica de recorrido urbano, ya que además de la propuesta que nos da La Posada del Corregidor, tenemos el influjo de cercanía que atrayentemente nos ofrece el centro cultural Goethe a unos metros. Además encontramos la tienda Wescoast, especializada en coleccionismo de viejas joyas del cine, así como infinidad de juguetes, historietas y souvenires que al estilo de una excéntrica tienda gringa como las que salen en las películas, nos abre una puerta a maravillarnos con una memorabilia que nos sorprende al hacerse propia. Entre los anaqueles hay revistas del Dr Mortis, primeros números de Condorito, Jungla, Capitán Júpiter y una serie de cosas más que nos traen el recuerdo de la infancia: fotos originales de la Guerra de las Galaxias, figuras de acción de He-man, trenes eléctricos, e infinidad de curiosidades que se agolpan en auténticos cerros y cerros. Hay definitivamente en este barrio un aire nuevo. Un punto decidor lo marcan las tiendas de diseño que han aflorado entre las casas viejas, con un estilo colorido, independiente. Son aire fresco en cuanto a lo que uno estaba acostumbrado en el centro lleno de multitiendas. Por ejemplo la tienda Niña Luna, atendida por sus dueñas se dedica a la venta de arte, diseño, vestuario, decoración, eligiendo con pinzas lo más top entre artistas y diseñadores jóvenes de vestuario. Otro punto alto en cuanto a Diseño Independiente lo da el Bazar Siete Seis. Igualmente atendido por sus dueñas, Rocío Contreras y Valentina Aylwin, se especializa en accesorios y exclusividades de toda índole.
La intención de estas tiendas, cuya ubicación en el sector para nada obedece a una casualidad, es rescatar el barrio, dándole un cariz nuevo, realzando los viejos colores que bullen como un sentido de vida que se abre para los curiosos, los caminantes que esperan descubrir en la ciudad un rumbo renovado, lleno de actividades al aire libre. Un rumbo que más encima nos queda a la vuelta de la esquina. Sólo nos basta bajarnos en el metro Bellas Artes y caminar hacia el poniente hasta llegar a calle Esmeralda.