domingo, 27 de septiembre de 2009


Esquina de Serrano con Avenida Matta.

Recordando a Héctor Barreto.

¿Quién fue Héctor Barreto? A no ser por algunos viejos militantes socialistas que aún se emocionan al oír su nombre, en las nuevas bases la ignorancia es total. El PS olvidó a su antiguo mártir. Barreto fue una víctima de la airada violencia callejera de la década del 30, cuando Arturo Alessandri era Presidente de Chile y la derecha gobernaba con mano de hierro. Existían trincheras de lucha social. Bullía la naciente clase media y había una Milicia Republicana, un movimiento nacista y el PS marchaba con “don Marma” y Oscar Schnake a la cabeza. Este barrio, calle Serrano y sus inmediaciones, era mucho más bravo que hoy. Lleno de matones, billares y cafetines de mala muerte, se le conocía como “el barrio latino de Santiago”. Estaba cerca el Teatro Esmeralda donde cantaba Pepe Aguirre su famoso tango “Reminiscencias”, o Jorge Lillo, Pedro Sienna y Rafael Frontaura estrenaban sus pintorescas obras. Estaba la filorica Luz y Sombra de Ricardo Huerta, el Folis Bergére, el bar Miss Universo y el famoso café Volga, donde se reunía Barreto con sus amigos. Este poeta de 19 años era un bohemio indomable, dueño de una vehemente mística. Fanático de la antigua Grecia, Gardel y las novelas de Panait Istrati, era el mejor cuentista entre sus pares. La mayoría, literatos jóvenes, artistas y vecinos. Santiago del Campo, Anuar Atías, Fernando Marcos, Miguel Serrano, Julio Molina, etc. Lo admiraban como a un líder capaz de conducirlos por la noche y lo oían como hipnotizados, porque decían que “entorno a él se tejía el oro de la leyenda”.
Pese a los sucesos mundiales que hacían eco en Chile, y las muchas sedes políticas que había en esta parte de la ciudad, en este grupo sólo se hablaba de literatura. Por eso se sorprendieron cuando un día Barreto les comunicó su decisión de pertenecer a la juventud socialista, aduciendo que su razón era que le apenaban los niños descalzos bajo la lluvia.
En esos días el joven autor escribió la famosa frase: “el color de la sangre no se olvida”. Esta sentencia fue premonitoria, ya que una noche –justamente la madrugada del domingo 23 de agosto de 1936- fue asesinado. A la salida del café lo desafió a pelear un grupo de nacistas a los que humilló con su ingenio. La pelea se agrandó y arreciaron los tiros. Uno lo hirió en el estomago mortalmente. Cayó justo en la esquina de Serrano con Matta. Su funeral fue una de las grandes manifestaciones políticas de la época. Blanca Luz Brum, Vicente Huidobro, Cesar Godoy Urrutia, Julio Barrenechea y hasta el mismo Alessandri siguieron su cortejo fúnebre. El PS exaltó su figura de mártir y muchas banderas se tiñeron con su nombre. Este rincón vio su crimen y hoy al pasar por aquí, si se conoce la historia y se enfoca la imaginación, puede sentirse otro Santiago. Uno con cielos más limpios, casas de un piso y conventillos misteriosos. Mucho de eso permanece en este paseo, viniendo desde la Alameda, cruzando imprentas oscuras, librerías y notarías, cruzando por la vieja Plaza Almagro, caminando sobre los brillantes rieles de tranvía cuya extensión se prolonga más allá de la realidad.

Av la Paz : la calle de los muertos.

Un gran espacio abierto en que la historia y la arquitectura toman su cabida por asalto con un aura especial; avenida La Paz, calle cercana al cementerio, desemboca como en una metáfora de la vida misma en la antigua puerta del campo santo, la que rodeada por un patio adoquinado de enormes proporciones, está paradójicamente conquistando el brillo de una nueva vida: las antiguas garitas de ladrillo – las otrotas caballerizas del regimiento Esmeralda, el mítico Séptimo de Línea en la época de la Guerra del Pacifico- hoy tienen el vuelo de que en ellas la futura implementación de locales comerciales y picadas como el conocido bar Quita Penas que planea trasladar una sucursal aquí, verá realidad prontamente para convertirlas en uno de los rincones por excelencia del lado norte de la urbe. En este sector está la estatua recordatoria de los 1800 muertos en el incendio del la iglesia de la Compañía en 1863, enorme monumento que descansa sobre la fosa común de las victimas de este terrible siniestro que asoló la iglesia que estaba en lo que hoy es el viejo Tribunal de Justicia, cercano a Plaza de Armas. Una virgen con los brazos abiertos mira hacia el sur, hacia el lado del río que como otra frontera demarca las proporción de esta avenida que en su transcurrir guarda los encantos del Santiago viejo, sobre todo ahora en temporada de lluvia en que los colores del adobe adquieren un halo especial de belleza tosca que convive con la modernidad de atracciones que deben tomarse ¡siempre! con un relajante sentido del humor negro: aquí nos encontramos con la morgue del Instituto Medico Legal, también el Manicomio, antiguamente con su entrada por la calle Los Olivos -y cuya historia de sórdido edificio con apenas 30 camas data de esos años de 1858-. Además casí al frente el hospital J.J. Aguirre que colinda con la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile y su museo de anatomía, lleno de auténticos cadáveres embalsamados. (“The Bodies” a la chilena)
Es interesante pasar por estos lados entre los puestitos de café y observar a la clientela, todos tipos con traje y corbata, fantasmales oficinistas también conocidos como los famosos buitres, generalmente empleados de las funerarias que están a la espera en la salida de los servicios médicos cercanos o servicios mortuorios. También abundan las marmolerías y fábricas de esculturas. Las pequeñas picadas peruanas o las de completos y bebidas donde el tema siempre es la muerte; ahí llegan los médicos forenses después del trabajo de autopsia y generalmente se comenta la cantidad de balas que tenía el muerto de la camilla tres, o la ropa interior del cadáver de la mujer asesinada, entre otras cosas por poner un ejemplo. Para terminar y ya saliendo de ahí, caminando hacia el sur, las callejas de la Vega central y sus conventillos añejos reviven el ambiente de la Chimba, antiguo nombre de este sector, dándole un tono multicolor que con las primeras lluvias adquiere lo prístino de lo nostalgia; abundan los vagabundos y las fogatas a orillas de la berma
Hotel Da Vinci, la Italia de Valparaíso.

Me siento junto a la chimenea del hall y me dejo fascinar un rato con las voces de los dueños de este hotel. Sostienen una enigmática conversación en italiano. Enrico es autóctono del país en forma de bota, mientras que Andrés, diseñador de profesión y santiaguino de nacimiento, vivió en Italia 5 años. Fue ahí donde aprendió el negocio de los hospedajes, frente a aquellos hermosos paisajes de las películas del director Ciro Hipólito o de Mastroyanni.
Andrés Silva parece que olvida que está en Chile y se pega hablando su segundo idioma. Cosa razonable si pensamos que su hotel, por la decoración, impronta y entorno, se ve como una casa de Nápoles, circundada por un mar dulce y salvaje.
Y es que desde lugares así trajo un concepto de hotelería, forjado con el trato cariñoso que sólo el italiano le da a la familia. Se trata de un lugar íntimo, coronado en su cocina con el particular sabor del sabroso café de grano, las naranjas frescas y prontamente con el tradicional aroma de la comida italiana.
Tres pisos enclavados en plena calle Urriola 326, subiendo hacia el entramado misterioso de un Valparaíso que se expande hacia el cielo. El hermoso comedor de su tercer piso, bañado por la luminosidad de la mañana, abraza desde sus ventanales la visión de un autentico puerto. Un puerto lejano al cliché trillado de la bohemia decadente. Alejadísimo a más no poder de esa imagen flaite de la que nos trae tanta noticia la crónica roja que sobrecarga los diarios de la quinta costa.
Si ud quiere hacer un viaje inolvidable por la más top faramalla cultural porteña, el hotel Da Vinci es una verdadera base de operaciones. Está estratégicamente colocado en dirección hacia los cerros Alegre y Concepción. En estos rincones, las enrevesadas curiosidades del puerto se abren ante la pupila del buscador, ávido de un panorama único, inconformista del típico bar chicha de Valparaíso. El Paseo Yugoslavo o el Atkinson están a dos pasos y vale la pena echarse a andar entre las abundantes casas de calamina y sus desatados colores. Todo esto y una fauna de cafés y bares literarios esperan al visitante.
Para llegar aquí hay que ser un verdadero alpinista de la noche. Una noche por la que pueden guiarnos muy bien los tour que se ofrecen además como servicios en el hotel y que comprenden un viaje a la zona patrimonial y sus restaurants, acensores y tuneles escalonados como el del pasaje L Bavestrello. Este último es una subida obligada que nos lleva por una impactante estructura que data desde 1927 para salir por la calle Alvaro Besa y su característica casa barco. Desde allí es posible seguir subiendo o detenernos. Es posible bajar o subir. Es posible volar pero nunca aterrizar otra vez a la realidad.
Manuel Rodríguez con Mapocho

El tesoro de Manuel Rodríguez.

Al acercarnos por el intrincado puente que cruza desde Mapocho poniente por la carretera hacia el centro, llaman la atención del curioso unos localuchos que en sus frontis, bajo el dejo del aburrimiento y el calor, están adornados por muebles antiguos y una serie de chucherías como viejas cómodas o sillas y mesas que -al mirar con detención- ofrecen una puerta reveladora a la sorpresa. Una sorpresa que empuja a escudriñar en un mar de objetos que van adquiriendo el halo de un tesoro enterrado. La construcción del paso alto nivel de la carretera tapó el ingreso hace ya unos años a estas tiendas de antigüedades, que otrora, junto a un mercado persa que estaba en el suelo y que fue la génesis del persa Bio-bio, revalzaban de ávidos mirones en busca de gangas. Hoy, después de su masivo cierre, aún sobreviven los dos locales más antiguos que hacen de este rincón algo maravilloso. Don Sergio Salomón tiene su tienda y taller de restauraciones por el lado de la carretera y está aquí desde hace medio siglo. Vende fotos antiguas, espadas de la época de la Independencia, preciosos estribos y espuelas de colección, sombreros, lámparas, monedas, y rarezas que hacen al curioso encontrarse con una verdadera cueva del tesoro. Y si se trata de descubrir un nicho de valiosa historia, doblar la esquina y entrar a la tienda de Osvaldo Carroza y sus hijos es lo imprescindible. Don Osvaldo tiene la tienda de antigüedades más grande de todo Santiago y esconde la magia de un gran secreto: su bodega llena de misteriosas ofertas, y que se extiende casi por la mitad interior de aquella manzana. Se prolonga a través de cuartos y cuartos llenos de victrolas, radios, mesas de la colonia, ídolos orientales, autos a cuerda del año 20, juguetes, butacas de cine, baúles, publicidad antigua, vitrinas con monedas, muñecas y chucherías, fotos y medallas que varían desde piezas históricas de la Guerra del Pacífico hasta de la Segunda Guerra Mundial. Y la lista sigue: relojes, raras máquinas de escribir, figuras religiosas, arte prehispánico y una larga, larga enumeración, esperando el regateo y el éxtasis del descubrimiento. Revivir este rincón como un paseo que de lunes a domingo recibe al cachurero, parece ser hoy, algo fundamental.

La cuna de Chile

Girando por el despejado acontecer de estas calles de casas bajas, que aún permiten ver el cielo, me encuentro con un gran vecino de Maipú. Se trata de don Guido Valenzuela, verdadero custodio de las tradiciones de esta comuna, llamada por sus habitantes “la cuna de Chile”. Don Guido me habla de un Maipú con aires de viejo pueblo, pintoresco y misterioso. De sus picadas, como el antiguo local de don Manuel Plaza y sus arrollados y prietas. Era costumbre que las más tradicionales familias de la comuna encargaran aquí su comida. Los vecinos llevaban cada uno una olla para que se les guardaran su pedido. Así podía verse en el boliche una gran cantidad de marmitas de metal, escritas con el apellido de sus dueños: los Ferrada, los Mallea, los Saa, los Carrillo, etc. También me habla de los aires patrióticos y solemnes con que se celebraba la vieja fiesta del 5 de abril. Rememora los antiguos carros que pasaron por aquí por primera vez en 1910, y me cuenta de la vida de los vecinos más conocidos. Son tantos sus recuerdos que los volcó en un libro, “Brochazos y pinceladas de un maipucino antiguo”, publicado hace poco. Lo ayudaron sus hijos a corregirlo. Los vecinos le prestaron viejas fotografías, y lo editó gracias a la Municipalidad. Y es que en Maipú la gente es así. Se ayuda, es acogedora y guarda con amor el hondo sentido de la pertenencia. Son maiupucinos antes de santiaguinos. Y bueno, Chile entero nace en esta comuna. Recordemos que en sus llanos se peleó la famosa batalla que nos dio la independencia como nación. Entonces, Chile entero es maipucino.
Al recorrer estas calles hay algo que no puede dejar de mirarse. Es el Templo, que recortado contra el horizonte, vigila como una presencia imperturbable la vida de la gente. Las estatuas de San Martin y O´higgins resguardan su entrada, la que nos conduce por un amplio terreno, además, hacia el maravilloso Museo del Carmen. Sin duda este es el mejor y más barato museo del país. Su colección tiene, desde documentos de O´higgins, armas de la Independencia, carrozas presidenciales del siglo antepasado, hasta una deslumbrante colección de arte religioso. Sin duda, para terminar este mes de la patria visitando algún lugar, este rincón está pintado. Sus colores son blanco, azul y rojo.