domingo, 1 de febrero de 2009

Fernando Marcos


En el interior de su casa hay muchas pinturas que pese a que fueron hechas hace mucho tiempo, conservan el óleo fresco, los colores brillantes; un toque de luz que ilumina los mundos etéreos de una imaginación que parece abrazar el sueño. Fernando Marcos abraza ese sueño, donde los muertos reviven, o se asoman como caras reconocibles de un viejo ideal: el rostro de su mujer muerta, por ejemplo, se muestra enérgico por los lindes definidos de la madera que bordea el cuadro que veo a su espalda, colocado en el living, y del que me explica: “fue pintado el mismo año en que Fidel entró desde la Sierra Maestra a la Habana, el año de la revolución”.
Por motivo de la ocasión navideña en que nos encontramos una hora después de una llamada por teléfono, me obsequia un dibujo de su amigo de juventud, Héctor Barreto. Un cuadro hecho a lápiz donde Barreto sonríe mirando de medio perfil. Barreto y Marcos se conocieron allá en la década del 30 en la librería del padre del pintor en la cuadra 7 de San Diego, donde hoy está el Teatro Caupolican. Una amistad que se dio entre los cafés de la noche de barrio donde un día Barreto fue muerto en un encuentro callejero, una de las peleas comunes entre socialistas y nacistas en el tiempo del León de Tarapacá, y que Marcos, quien fue testigo directo del hecho, evoca muy bien en el prologo de un libro recopilatorio de los cuentos del malogrado escritor que el partido socialista editó en los años 50.
Se trata de La Noche de Juan y otros cuentos, pequeño librillo de editorial Prensa Latinoamericana del que se hicieron muy pocas copias y que además fueron ilustradas con los dibujos de Marcos.

Le digo que me recuerda a Gernica

Sobre un baúl hay un pequeño arbolito de navidad. Más allá otros cuadros en que se encarnan personajes mitológicos del mundo americano o diversas temáticas de ese ámbito. Diversos cacharritos prehispánicos adornan las repisas, mezclándose entre los numerosos libros de arte que guarda sobre anaqueles en los que, además, hay fotos de su familia, su hija y dos hijos. Una mascarilla vaciada de yeso y varios dibujos de distinto tamaño; la mesa del comedor, una vitrina y al fondo, una habitación en la que Fernando Marcos instaló un televisor, su único vicio mundano junto con leer el periódico por las mañanas. El televisor está enfrentado a un pequeño banquillo de madera barnizado, y que está justo al frente de una ventana.
Son las 6 de la tarde y el oro líquido del sol se apega minucioso, como pétalo sobre arena tostada. Las tablas del piso bañadas por este sol de la tarde que proyecta una sensación especial, como vacío.
Lo miro entrar en una habitación y cuando sale viene hacia mí con un cuadro:
-¿Qué te parece? Este es el borrador del trabajo que hice hace poco para la CUT.
Se trataba del esbozo de un mural de dos por cuatro metros, y que tenía por idea ilustrar la matanza en la escuela Santa María de Iquique.
Estamos los dos sentados y miramos desde cierta distancia la pintura. Le digo que me recuerda a Gernica de Picasso, sobre las ciudades y los muertos en la guerra civil española. Le comento también sobre el poema de Neruda de España en el Corazón:

“Y por las calles la sangre de los niños corría simplemente como sangre de niños…”

En el lado izquierdo descansa la figura de una mujer y la de hombres, mezclándose con el suelo en que cayeron. Caras. Ojos y heridas.
El lado derecho de la pintura es un bloque de líneas extendidas como conductos o caminos que causan incertidumbre, ya que sin llegar a ninguna parte, se convierten en un laberinto de tonos y colores fríos, en un iceberg gris.
-Qué significa ese lado del cuadro, pregunto.
-En realidad me inspiré mucho en el cuadro del fusilamiento de Goya. Quise representar la agonía y la muerte del pueblo de Chile. Quise mostrar al ejército, el que tiene sus horrores y sus glorias también. Pero ahí estaba el problema pictórico de no caer en una representación fácil de los soldados. Quise de este modo detenerme y meditar para encontrar la respuesta. Esta era lo que vez, osamentas, líneas oblicuas que avanzan sobre los campos cubiertos de madres, hijos, esposos muertos, caras, siluetas. Huesos que avanzan muertos como la muerte. Junto a ellos está la vorágine o el resultado: la matanza que fue este hecho tan enorme en que murió tanta gente…”.


Con Diego Rivera.

Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez, nunca usó este nombre.
Para el mundo entero era mejor conocido como Diego Rivera, el famoso muralista. Su gran amor, Frida Kahlo, se refería a él tiernamente con el apodo de “sapo”.
Era por sus grandes ojos oscuros, embotados de melancolía. Una melancolía cruzada, como dijo una vez Roberto Bolaño, describiendo la impronta terrible de México, "por los tiempos, las enfermedades y las ausencias".
En el caso de Rivera, estos elementos además de su gran conciencia revolucionaria, estuvieron siempre bajo el alero de su trazo pictórico, que desde el nicho autobiográfico se ligaba a la gran historia de su tierra, sus amores y su militancia.
Haciendo un paréntesis en este relato, la vida de la gran figura se junta en los años casi anteriores a su muerte con la de un chileno que fue su único discípulo criollo.
Ambos paradójicamente en sus murales pintaron casi lo mismo: los rostros cercanos y la historia de sus patrias. En el caso del mexicano, en su obra de 1947, Sueño de una tarde dominical en la Alameda, las caras de su infancia y de sus grandes amores. Él mismo cuando niño, caminando con la muerte, musa que de la mano lo acompañaría como una constante toda su vida.
En el caso del chileno, los niños abandonados en las dependencias educacionales de la Ciudad del Niño en San Miguel.

De Chile a México

Corrían los vientos de 1950 en el Distrito Federal, específicamente en el barroco edificio del Palacio Nacional, frente al populoso Zócalo empedrado entre las calles Moneda y Corregidora, junto a la hermosa catedral metropolitana. Veintiocho años después de que Rivera comenzara un sueño y uno de los más grandes trabajos de su vida: pintar la historia de su pueblo sobre las viejas murallas que se erigieron en las ruinas del prehispánico palacio Tlatoani Mexica Moctezuma. Sitio que luego de destruido en 1523 fuera levantado como el lugar de residencia del mismo Hernán Cortés para finalmente, y tras muchos cambios en el poder que pasó por los virreyes coloniales hasta llegar a los líderes revolucionarios de la época de Porfirio Díaz en la Revolución, se convirtió en la sede ejecutiva federal del país azteca: el Palacio Central es la prueba física de las transformaciones materiales y políticas de México.

Sobre las murallas del lugar, entre sus intrincadas escaleras, el complejo proceso de pintura era hecho minuciosamente por un concentrado Diego Rivera que de pronto es interrumpido bruscamente por un joven de aspecto desgarbado que lo saca de su taciturna estupefacción para mostrarle, con algo de la timidez propia de los chilenos en el extranjero, la fotografía de sus modestas obras. El regordete rostro de Diego mira con atención y sonríe complacido. Fernando Marcos, después de un difícil viaje en barco al país del PRI, de recorrer desolados caminos y las tormentosas costas de América del Sur, por fin ve a quien fuera una de sus grandes inspiraciones, tanto artística como políticamente, y le escucha decir: "Eres bueno muchacho, tienes empuje y pasta de muralista. Se mi ayudante".
Las fotografías que traía Marcos en ese momento de 33 años, eran las su primera obra: Homenaje a Gabriela Mistral y a los trabajadores del salitre en Ciudad del Niño en San Miguel. "En 1946 en la escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile, impulsé la iniciativa de hacerlo. Trabajábamos con la técnica del fresco de arena y cal podrida y como éramos tantos alumnos, por motivos de espacio en las salas de la Universidad teníamos que botar muchas obras que eran maravillosas. Mi idea fue que aquellos trabajos meritorios se pintaran en escuelas públicas. Lo gestionamos con el ministro de educación de la época, Enrique Marshall y con mi profesor, el creador de la cátedra de muralismo en Chile, el pintor Laureano Guevara. Queríamos el enriquecimiento cultural de las escuelas y hacer un homenaje a Gabriela Mistral que había ganado recién el Nóbel. Se compró la cal, se preparó y ahí quedé solo junto al trabajo, frente a unas enormes vasijas de cemento donde se vació el material para prepararlo antes de empezar. En esos años el lugar era fantástico. Un centro educacional de dos pisos que después destruyeron en dictadura y que en ese entonces era llamado Escuelas Consolidadas. Había una avenida central llena de pabellones de alumnos que eran recogidos de la calle y abandonados, criados por un matrimonio de profesores que se hacía cargo del lugar. Cada pabellón tenía el nombre de un país de América donde hermosamente se hacían entretenidas fiestas. Hoy todo eso está muy a tras mano, a la merced de las compañías constructoras que buscan echarlo abajo junto a los murales pintados ahí. Las caras de los niños que puse en la obra eran retratos de los chicos abandonados. Pinté además a los trabajadores de la pampa en un homenaje figurativo a la educación en honor a Mistral, que cuando lo vio no podía creerlo. No merezco algo tan hermoso, dijo cuando se lo mostraron. Fue por ese mural que gané una beca que daba el gobierno de México por las mejores obras de Sudamérica.

En buque de guerra

Fui a México en barco. Primero partí a Cuba donde un Huracán nos tuvo 18 días y luego nos desviamos a Jamaica. En mi barco había 4 estudiantes. Cuando llegué a Yucatán me fui en un viejo torpedero a Veracruz junto con un grupo de campesinos con que compartíamos una improvisada pieza. Nos pilló una tormenta y nos dejó a la deriva. Estábamos rodeados de tiburones y sin provisiones. La gente que viajaba ahí no tenía muy buen aspecto tampoco. Cuando subimos nos requisaron el equipaje en el puesto de mando del capitán. Así pasaron días. Estábamos negros, mugrientos y con hambre, y no podíamos bajar después a Yucatán por la pinta con que andábamos. Luego logré salir del problema y tras un breve encuentro que tuve en esa ciudad con Gabriela Mistral quien estaba de cónsul, me fui rápidamente al DF, a mis clases en el palacio de Bellas Artes. Descubrí un México lleno de Muralistas, talleres, exposiciones y conferencias. Lugares bonitos como avenida Reforma, el parque Chapultepec. En un edificio estaba Jorge González Camarena haciendo un mural. Él pintó muchos años después en concepción acá en Chile. Esos días encontré un departamento y me instalé. A los pocos días fui a ver a Diego.
La impresión de la primera vez que lo encontré fue normal. Le dije, maestro, este es mi mural, quiero mostrárselo. Veámoslo, me dijo. Estábamos en la galería del segundo piso de la casa de gobierno mientras él pintaba una serie de lugares tropicales de México. Yo lo había visto trabajar y me atreví a ir y después estuve dos años viéndolo con regularidad. Me aceptó de inmediato como ayudante. Yo tenía que cumplir entonces con dos horarios, el de la beca en la escuela de Bellas Artes y el de Rivera, que era para mi más libre que el de los otros ayudantes, en su mayoría jóvenes de distintas partes de allá. Nunca fue un profesor de látigo. Todo lo contrario. Nos juntábamos todos y nos llevaba a su taller donde hacíamos entretenidas reuniones. Había mucha fraternidad y la pasábamos muy bien. Iba mucha gente, antiguos compañeros de él y otros muralistas como Raúl Anguiano o Juan O´ Gorman que hizo la Biblioteca Nacional de México. También sus hijas, Ruth y Guadalupe. Conocí mucho a la Ruth quien era hija además de Guadalupe Marín su esposa anterior, a quien recuerdo como muy del tipo mexicana, maciza y voluntariosa. También me acuerdo de Emma Hurtado, su última mujer que tenía un pequeño negocio comercial en el centro y a la que de vez en cuando me encargaba llevarle algunos dibujos que él hacía. Esa época empezamos a trabajar en el mural de la entrada de Hernán Cortés a Veracruz en el segundo piso. Fue curioso como representó a Cortés, un ser extraño, retorcido y curcuncho en un encuentro con los americanos en dos bandos ya muy determinados.
Diego era un hombre que sabía de todo, grande y divertido que tenía un sabor muy mexicano. En esos mitotes o reuniones hablábamos mucho, comíamos tamales, tomábamos tequila y refrescos. Conversábamos mucho de los países. A mi curiosamente me preguntaba con insistencia si conocía la Isla de Pascua. Él la encontraba portentosa. Me instaba muchísimo a que fuera. Sin duda era un tipo muy de mundo. Recuerdo que llegaban al Palacio Nacional muchos turistas y él les hablaba, sobre todo si eran mujeres. Mientras pintaba las veía. Si decían algo en francés él les respondía en francés. Lo hablaba muy bien porque vivió ahí donde conoció a Picasso y a Modigliani. Las damas se encantaban. Esto lo hacía eso sí cuando Frida no estaba y a quien también conocí en esos años. Me impresionó su convicción y valor ya que en esa época por su estado de salud era una persona más callada, conductora de conversaciones más que participativa. En esos días ponía un espejo en el techo y recostada pintaba sus autorretratos. En las reuniones en el taller del Diego ella era muy querida aunque no era risueña y sociable como una persona normal. Me acuerdo que con la pintora Carmen Cereceda fuimos a verla un día al Sanatorio Inglés y nos dijeron que le habían amputado la pierna. Hoy es una pena que se explote su moda. Se explota la tragedia de una pintora que tuvo el coraje de pintar su desgarro externo e interno. El mundo actual es así. Los negociantes tienen olfato con eso.

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