Esquina de Serrano con Avenida Matta.
Recordando a Héctor Barreto.
¿Quién fue Héctor Barreto? A no ser por algunos viejos militantes socialistas que aún se emocionan al oír su nombre, en las nuevas bases la ignorancia es total. El PS olvidó a su antiguo mártir. Barreto fue una víctima de la airada violencia callejera de la década del 30, cuando Arturo Alessandri era Presidente de Chile y la derecha gobernaba con mano de hierro. Existían trincheras de lucha social. Bullía la naciente clase media y había una Milicia Republicana, un movimiento nacista y el PS marchaba con “don Marma” y Oscar Schnake a la cabeza. Este barrio, calle Serrano y sus inmediaciones, era mucho más bravo que hoy. Lleno de matones, billares y cafetines de mala muerte, se le conocía como “el barrio latino de Santiago”. Estaba cerca el Teatro Esmeralda donde cantaba Pepe Aguirre su famoso tango “Reminiscencias”, o Jorge Lillo, Pedro Sienna y Rafael Frontaura estrenaban sus pintorescas obras. Estaba la filorica Luz y Sombra de Ricardo Huerta, el Folis Bergére, el bar Miss Universo y el famoso café Volga, donde se reunía Barreto con sus amigos. Este poeta de 19 años era un bohemio indomable, dueño de una vehemente mística. Fanático de la antigua Grecia, Gardel y las novelas de Panait Istrati, era el mejor cuentista entre sus pares. La mayoría, literatos jóvenes, artistas y vecinos. Santiago del Campo, Anuar Atías, Fernando Marcos, Miguel Serrano, Julio Molina, etc. Lo admiraban como a un líder capaz de conducirlos por la noche y lo oían como hipnotizados, porque decían que “entorno a él se tejía el oro de la leyenda”.
Pese a los sucesos mundiales que hacían eco en Chile, y las muchas sedes políticas que había en esta parte de la ciudad, en este grupo sólo se hablaba de literatura. Por eso se sorprendieron cuando un día Barreto les comunicó su decisión de pertenecer a la juventud socialista, aduciendo que su razón era que le apenaban los niños descalzos bajo la lluvia.
En esos días el joven autor escribió la famosa frase: “el color de la sangre no se olvida”. Esta sentencia fue premonitoria, ya que una noche –justamente la madrugada del domingo 23 de agosto de 1936- fue asesinado. A la salida del café lo desafió a pelear un grupo de nacistas a los que humilló con su ingenio. La pelea se agrandó y arreciaron los tiros. Uno lo hirió en el estomago mortalmente. Cayó justo en la esquina de Serrano con Matta. Su funeral fue una de las grandes manifestaciones políticas de la época. Blanca Luz Brum, Vicente Huidobro, Cesar Godoy Urrutia, Julio Barrenechea y hasta el mismo Alessandri siguieron su cortejo fúnebre. El PS exaltó su figura de mártir y muchas banderas se tiñeron con su nombre. Este rincón vio su crimen y hoy al pasar por aquí, si se conoce la historia y se enfoca la imaginación, puede sentirse otro Santiago. Uno con cielos más limpios, casas de un piso y conventillos misteriosos. Mucho de eso permanece en este paseo, viniendo desde la Alameda, cruzando imprentas oscuras, librerías y notarías, cruzando por la vieja Plaza Almagro, caminando sobre los brillantes rieles de tranvía cuya extensión se prolonga más allá de la realidad.
Recordando a Héctor Barreto.
¿Quién fue Héctor Barreto? A no ser por algunos viejos militantes socialistas que aún se emocionan al oír su nombre, en las nuevas bases la ignorancia es total. El PS olvidó a su antiguo mártir. Barreto fue una víctima de la airada violencia callejera de la década del 30, cuando Arturo Alessandri era Presidente de Chile y la derecha gobernaba con mano de hierro. Existían trincheras de lucha social. Bullía la naciente clase media y había una Milicia Republicana, un movimiento nacista y el PS marchaba con “don Marma” y Oscar Schnake a la cabeza. Este barrio, calle Serrano y sus inmediaciones, era mucho más bravo que hoy. Lleno de matones, billares y cafetines de mala muerte, se le conocía como “el barrio latino de Santiago”. Estaba cerca el Teatro Esmeralda donde cantaba Pepe Aguirre su famoso tango “Reminiscencias”, o Jorge Lillo, Pedro Sienna y Rafael Frontaura estrenaban sus pintorescas obras. Estaba la filorica Luz y Sombra de Ricardo Huerta, el Folis Bergére, el bar Miss Universo y el famoso café Volga, donde se reunía Barreto con sus amigos. Este poeta de 19 años era un bohemio indomable, dueño de una vehemente mística. Fanático de la antigua Grecia, Gardel y las novelas de Panait Istrati, era el mejor cuentista entre sus pares. La mayoría, literatos jóvenes, artistas y vecinos. Santiago del Campo, Anuar Atías, Fernando Marcos, Miguel Serrano, Julio Molina, etc. Lo admiraban como a un líder capaz de conducirlos por la noche y lo oían como hipnotizados, porque decían que “entorno a él se tejía el oro de la leyenda”.
Pese a los sucesos mundiales que hacían eco en Chile, y las muchas sedes políticas que había en esta parte de la ciudad, en este grupo sólo se hablaba de literatura. Por eso se sorprendieron cuando un día Barreto les comunicó su decisión de pertenecer a la juventud socialista, aduciendo que su razón era que le apenaban los niños descalzos bajo la lluvia.
En esos días el joven autor escribió la famosa frase: “el color de la sangre no se olvida”. Esta sentencia fue premonitoria, ya que una noche –justamente la madrugada del domingo 23 de agosto de 1936- fue asesinado. A la salida del café lo desafió a pelear un grupo de nacistas a los que humilló con su ingenio. La pelea se agrandó y arreciaron los tiros. Uno lo hirió en el estomago mortalmente. Cayó justo en la esquina de Serrano con Matta. Su funeral fue una de las grandes manifestaciones políticas de la época. Blanca Luz Brum, Vicente Huidobro, Cesar Godoy Urrutia, Julio Barrenechea y hasta el mismo Alessandri siguieron su cortejo fúnebre. El PS exaltó su figura de mártir y muchas banderas se tiñeron con su nombre. Este rincón vio su crimen y hoy al pasar por aquí, si se conoce la historia y se enfoca la imaginación, puede sentirse otro Santiago. Uno con cielos más limpios, casas de un piso y conventillos misteriosos. Mucho de eso permanece en este paseo, viniendo desde la Alameda, cruzando imprentas oscuras, librerías y notarías, cruzando por la vieja Plaza Almagro, caminando sobre los brillantes rieles de tranvía cuya extensión se prolonga más allá de la realidad.