domingo, 26 de febrero de 2017

El Walking Around (Santiago) de Marcelo Montecino.



Este es su purgatorio. Sucede con inmóvil paciencia entre los hechos y el ojo, que en ellos busca el instante dentro de una ciudad de luz eclipsada, o de una luz que no es luz, sino más bien el fantasma de una vieja luz. Pero este mundo es hoy sólo una idea. Un homenaje frente a un  desierto. Una puerta hecha de otras, tapiadas, y que no pueden abrirse nunca más. Son la parte inamovible de la fotografía. El decorado donde está pasando el mundo atrás de los hombres eternizados en el cuadro. Ese decorado es como el apego a un sueño, a su  terreno más oscuro, más íntimo, a su obsoleto amor, a la impalpable realidad antojadiza de su silencioso laberinto.
Cuando empecé a pensar en estas líneas, o mejor dicho  comencé a pensar en qué decir sobre un fotógrafo tan entrañable como Macelo Montecino, mi mujer me dio la noticia de que esperamos a nuestro primer hijo.  A razón de aquello y mirando las fotos con atención, reviví la primera vez que abrí los ojos en una conciencia personal –la conciencia del yo mismo-, cuando niño, en la ciudad que me rodeaba. Fue de la mano de mi padre, en los 80. Ese mundo era similar a un rumor enrarecido, al de una voz que no tiene palabras en su vacío, sino imágenes únicamente  cuando miro las páginas de este libro. Justamente. Eso fue en ese tiempo sin nombre ni expectativa, lo que me hizo real o consiente de alguna manera por primera vez de cierto sentido, triste y confuso a un mismo tiempo de lo que significa vivir, haber vivido en Chile. Con esa certeza me reencuentro.

Con la voz no de alguien sino de algo, la voz de la ciudad que recuerdo y que resuena como un viento, devolviendo nombres queridos, o la sensación de esos nombres del pasado como brazos de mar que se devuelven a una orilla sucia que los seca; la sensación de cosas y de calles y de sentimientos, y de una música semejante a una vieja canción. Eso me producen estas imágenes de ¿Santiago?  No. Esta ciudad muerta no es Santiago sino su imagen en un ojo nublado, su inverso negativo en el ojo seco de Dios, su  fantasma  en cierta oscuridad que se ajusta particularmente a encarnar el devenir trazado en la mente de un  viejo sobreviviente. Montecino el sobreviviente. Lo pienso así.
Es ciertamente la canción de una despedida lo que oigo al sentir atentamente este paisaje en blanco y negro. La canción entrañable de la derrota, pero también del amor. Mi hijo no verá esa ciudad que duró hasta incluso un poco después del siglo XX, viva hoy tan sólo en el estrato más íntimo de algunos sueños o en fotografías como por las que Montecino, -cuya cabeza sueña el sueño hermoso de la razón- nos hace transitar. Mi hijo sí verá estás fotografías y yo le diré: este fue el último Chile, hijo, y este último Chile parecerá un sueño enigmático, un mensaje desde lejos desenterrado, como una osamenta que resiste al  viento.
WalkingAround, es un homenaje necesario o más  bien imprescindible, a esa ciudad de ese viejo país. Sus fotos existen en los objetos que lo conformaban, los hitos muertos o tan sólo reales hoy en una rezagada memoria, que da cabida a su desenlace en la imagen de calles y rutinas y  palabras y amores y desencuentros, o ternura o entrañable emoción, levantadas en la zona muda. Es más bien el cauto y resignado pero no menos valiente simulacro de todo eso lo que veo.
 Sombras que llevan muchos años muertas, que hablan  en un sueño nacido al borde del abismo. Es como si  Montecino tomara estos guijarros y los recompusiera. Los hiciera vivir brevemente  con su  voluntad o con su amor. Porque ya nos es imposible vivir en la ciudad de Montecino. Lo pienso con tristeza. El sujeto romántico que en ella transitó, el poeta, los niños que fuimos como diría el mismo Neruda, ya dejaron de existir, y es acaso una broma del autor–una  broma nacida  de la resignación-, o más bien un irónico ajuste de cuentas con la desaparición de lo amado, que  intente evocar a Neruda. 
Esta es la ciudad de Montecino y sus pérdidas personales y colectivas; la ciudad de su país vencido y de sus héroes derrotados, cotidianos y anónimos; la ciudad de sus amigos muertos; la dolorosa ciudad interior de Montecino que  agita su bandera rota y blanca en el viento de otro mundo que todo eclipsa: palabras y sentidos, y de vuelta nos retorna una sensación sólo entendible con imágenes que nos provocan  tristeza, como aquella que siente un niño como yo fui en los años de la dictadura chilena donde aún se alzaban las ruinas callejeras de un proyecto de país, con sus calles de tierra y su neblina, sus botillerías viejas, sus autos del año 30 estacionados en la calle, su gente con ropa  vieja sin explicació  esperanza, con generosidad y lágrimas, con sangre en el ojo y secreta justicia. 
n ni argumento. Como aquella tristeza que me produce pensar que ese paisaje roído por el peso de una noche larga es una parte interior de lo que encarna para algunos un trozo fantasmal de este país que amamos y que ya no tenemos, y que Montecino, habitante noctámbulo en lo irrecuperable, rescata para nosotros. Como un pedacito de
   Aquí está la ciudad detenida en una suerte de pensamiento eternizado. No detenida en los argumentos de la realidad, sino en los espacios vacíos de esa realidad, el tedio de los días y de las escenas cotidianas de los días del siglo xx o de fines del siglo xx. Allí sí se ve con atención los hombres que existieron en esa metrópoli transitan,como dice Carlos Droguett, llenos  de “esa generosidad que se llama revolución y que fue, en un tiempo no muy lejano e inolvidable, mi salvación".
 Aquí Montecino pretende dialogar con la poesía, como nos dice el título del libro, pero quizás no es con Neruda  –innegable poeta de la salvación- con  quien el autor platica, sino  con el fantasma de Neruda, con el fantasma en fin de algo que desapareció como Neruda, sumido en la noche  de lo que ha pasado. La poesía responde: sucede que me canso de ser hombre. Regala las imágenes: marchito como un cisne de fieltro, en un agua de origen y ceniza. Al fin un dialogo  hermoso,  puesto como una ironía que nos rompe el corazón. Las palabras de Neruda como la constatación de que esas palabras y su elaborado romanticismo, el de transitar por  criminales callejones, pasajes, barberías, cines viejos, como un poeta    -con la cámara en la mano- con una pluma con tinta verde para escribir unas palabras de amor, ya no es posible, porque ese  gesto solo existe en la fisura, en la grieta del recuerdo de un viejo tiempo. A mi parecer este libro también dialoga con poetas como Jorge Teillier y Enrique Lihn; con el Teillier que dice que siente que no pertenece a ningún lugar y ningún lugar le pertenece; con el Lihn que dice: nunca salí del horroroso Chile; con el Teillier que dice: no es cierto otro dialogo que no sea con nuestra desolada imagen; con el Lihn que habla del país de los sueños donde no hay cosa que no esté hecha de nada.  Creo que de esa nada, de esa nostálgica e inalcanzable nada, está hecho este foso, esta ciudad de Montecino.
Pienso en Marcelo como el autor de un poema, un lector de Neruda pero también un inseparable lector de Lihn y de Teillier, y que busca justamente sólo dialogar con una vieja imagen de sí mismo. Una imagen que es y no es Marcelo. Una imagen que fue Marcelo. Un joven e irrecuperable Marcelo que de alguna manera nunca salió del horroroso  Santiago, tan lleno de dolores y ausencias, de viento y neblina, de muertes, de amigos y hermanos que se internaron para siempre en ese frágil y gris territorio que abarcan estas fotografías del siglo xx y su ruina que sobre un proyecto de país muestra un fracaso, es cierto, pero también un entrañable amor y desprendimiento.
Si pienso en Marcelo me lo imagino recorriendo ese viejo sueño, ese sueño indomable en el que como un inconformista luchador vuelve a revisar estos pasos, estas imágenes vividas, y busca remediar  en ellas  un pasado finalmente inabarcable, un pasado que  si bien no existe, si existe, como dice Fernando Alegría, refiriéndose a los años: un pasado que no tiene principio ni fin, y que sigue  girando, olvidado, y aunque no estemos allí ya para tocarlo, no obstante no son  menos ciertas su música, sus hechos que suceden en algún lugar, como una pareja que baila al ritmo de la vida. Estas escenas existen y no existen, son y no son. Son quizás el anhelo de dialogar con viejos sueños y esperanzas, y no son nada porque son sólo polvo de calles que transitan desde la nada hacia la nada, como Chile, como lo que fue ese viejo y querido país que dejó de existir y que el autor muestra  en la textura de estas  páginas, como una cicatriz borrosa. Un país donde me gustaría transitar acompañando a este observador generoso una vez más, y compartir junto a mi  hijo esa esperanza  que lo redime y que nos redime en algún lugar para siempre.  

jueves, 23 de febrero de 2017

Algunos apuntes sobre Citadino; el purgatorio de Javier Godoy.



Busco en  internet imágenes del trabajo fotográfico de Javier Godoy. Encuentro poco. No hay un orden editado sistemáticamente. Con suerte uno que otro sitio web, con mayor o menor variedad ofrece fotos sueltas. Picadillo de lo que presiento o sé, mejor dicho, positivamente, es un cuerpo mayor. Un abismo denso construido a pulso. Fragmentos de una ciudad. Fragmentos de un país.  Fragmentos desplegados de una derrota cotidiana y conocida. La transición. Pues para mí, las fotos de Godoy, ese puzle en el que me encantaría hurgar más detenidamente y al que  Citadino, su esperado libro que reúne el trabajo de 20 años me da la posibilidad de ver con entusiasmo, han hablado de la derrota siempre, y fundaron, pese a tener referentes reconocibles en la generación anterior, una nueva piedra angular: una reflexión de la postdictadura, esa pregunta no contestada todavìa, y que entre  estas páginas publicadas en Lom Ediciones ofrece lúcidos atisbos.
Me detengo aquí. Ya desde antes en este comentario dejo clara absolutamente mi admiración por este fotógrafo. Pero, para hacerle una justica o una suerte de justicia que en verdad no necesita –creo que la necesito yo como admirador más que él- no todo puede ser apología. Si bien las fotos de Godoy me parecen bellísimas, intuitivas y brillantes, la sistematización de su reflexión o de la reflexión que yo espero de sus fotos –la escritura en soporte crítico: por ejemplo en revistas especializadas, en estudios culturales o sin ir más lejos, en la reflexión que sus mismos pares hacen de su trabajo- me parece inarticulada, aún muy difusa y totalmente insuficiente. Floja y mediocre. Lógicamente eso no es culpa de Godoy si no del circuito fotográfico como espacio reflexivo. ¿Por qué? Definir circuito fotográfico es  algo complicado. No es lo mismo hablar en este sentido de los 90 o dos miles que del momento actual. Ciertamente este esplendido trabajo, se movió por mucho tiempo en una parte pobre de ese circuito. Osciló entre esos ya conocidos criterios netamente politizados, conveniencias o bajezas de pares, tan interesadas en ocupar o escribir su lugar en la historia de ese rotulo llamado fotografía chilena. Escribir ese lugar desde una oficialidad política que no contempló un espació fuera de la dictadura, ya que apeló y apela aún, en cuanto a su revisionismo, fuertemente a las épicas de la década anterior a Godoy. O sea, a los procesos menesteres para la construcción y reescritura de un imaginario concerniente a la memoria, detrás de la que ha operado el establecimiento de espacios simbólicos necesarios y cómplices para la institucionalidad.  
Es curioso pensar que fotógrafos de los 80 que han hablado de sus fotos -los señores que presentaron el libro, por ejemplo-, personajes que se valieron por mucho tiempo de la apropiación de un contexto político para dotar a sus fotografías de un soporte teórico, al pronunciarse sobre Citadino se quedaron en lo anecdótico del Godoy personaje, ese que saca fotos en los intersticios de la ciudad  y todo eso tan simplón que se puede  decir al respecto de un fotógrafo que retrata Santiago. No entran ni por broma en el otro Godoy. No sé si a propósito o por flojera.
 Los dueños de las narrativas de combate son un tema. Estas ciertamente conllevan lo  peligroso de todas esas narrativas: construyen desde la reescritura ese monumento, el pasado –el dogma del poder oficial, el museo de la memoria, con sus héroes y villanos que simplifican todo en función del poder- y que junto con ser una contribución al olvido, se erige como una verdad por sobre la verdad. Me detengo aquí. Porque existe una verdad primera, obviamente, la verdad que amamos, la entrañable, que es de nuestro dolor y nuestros muertos por ejemplo; pero además existe  la verdad falsa del relato de nuestro dolor, que al fin no es nuestro dolor sino un rotulo hueco para catalogar exposiciones, vender libros o escribir historias, ganar becas y espacios, escribir mitos o meter fotógrafos dentro de una trinchera que  de tan manoseada se vuelve sospechosa. Un rotulo simplón para reescribir una obra en función únicamente de la militancia y poco desde el pensamiento fotográfico que siempre es más valiente, más desapegado a esa verborrea que tanto necesita explicar, porque es tan servil al partidismo y sus instituciones. He aquí una diferencia de las fotos de Godoy con varios de los  fotógrafos de la década anterior. Godoy no habla desde la militancia, su trabajo no necesita de una épica.
 Creo que ya llegó el día en que los petitorios de la izquierda –no la izquierda real y moral si no la política, la que hoy ha caído en el cuestionamiento, en el aplastado hueco de los tratos con SQM- deben ser revisados en sus preguntas básicas. En ese ejercicio las imágenes de Godoy se articulan para mí en una voz que claramente tiene algo que decir. Una voz que no profita sólo de  la dictadura sino que trasciende. El libro lo demuestra. Si bien es cierto el relato tiene una variedad de fotos que a veces rompe un registro personal para intercalar fotos de prensa que  junto con ponerle tintes anecdóticos debilita la continuidad ,ofrece como punto fuerte una densidad en cuanto a cómo se puede entender la fotografía de Godoy. No es la de un turista. No es la de alguien cuyo trabajo gira en torno a su militancia. Eso no importa. No es alguien que inventa un personaje para hacer fotos y después vuelve a su casa y se olvida.  Las fotos de Godoy si bien es cierto se tratan de Santiago, por otro lado no se tratan de Santiago si no del Santiago que reconoce a Godoy como Godoy. Como esa vieja frase que dice que cuando miras al abismo el abismo también te mira a ti.
Son imágenes, sin dudarlo mucho, de los espacios políticos que en su disputa por el cambio de una dictadura a una democracia fueron derrotados. Se quedaron en un tránsito trunco, estancado en un tiempo destinado a la desaparición pero que en un empeño dramático intenta resistir y lo consigue, pero a medias. La transición es un purgatorio. Una zona muerta, donde pese a que el país se llena de tecnología y ciertos progresos, nada cambia realmente. Por eso las fotos parecen sacadas todas en un mismo periodo de tiempo pese a que las tomas se extienden por muchos años.  
 Me parece que las fotos de Godoy apelan en este  sentido a preguntas no contestadas: a los  años 90 como una pregunta aún ni siquiera  totalmente formulada. Dialogan con la ciudad derrotada de Gonzálo Millán, el poeta civil, lejano a los aspavientos mesiánicos de Zurita.
"Circulan los automóviles.
Circulan rumores de guerra
El dinero circula.
La sangre circula.

Los peatones van a sus ocupaciones.
Los peatones cruzan en las esquinas.
Los peatones circulan por las veredas.
Los hombres llevan pantalones.
Los agentes llevan impermeables.
Apuestan agentes en las esquinas.

Circulan hombres astrosos.
Los cesantes circulan.
Las nubes ocultan el azul del cielo.
Las nubes ocultan la luz del sol.
Las nubes circulan a gran altura".

En conclusión, estimo que el hecho de que hayan pocos textos críticos sobre este trabajo se debe desgraciadamente a la invisibilidad aparente de un discurso –el de la generación de Godoy-  de algún modo ignorado en gran parte  por la necesidad de consumir no los 90 sino la épica levantada por necesarias políticas de la memoria, narradas desde la década anterior y levantadas en su incuestionable vigencia hasta hoy como trinchera. Si hay un desgaste de esa trinchera y su relato, pienso que  fotografías como las de Godoy no sólo deben reaparecer sino instalarse, no únicamente como fotografía sino como discurso político. Un discurso más profundo que la lucha contra el tirano. Un discurso que habla de las consecuencias de un cambio que fue finalmente una derrota demasiado larga y vigente.
 Mucha gente al hablar de las fotografías de Godoy se refiere a un rasgo de atemporalidad. Me parece dándole una lectura antojadiza quizás que temporalmente son como agua estancada. Porque son una transición que aún no termina: son, de algún modo muchas de ellas la continuidad no de un Chile bajo Pinochet, pero si del miedo de una sociedad censurada e hipócrita. Un estrato que ofrece si bien es cierto una continuidad estética -no política- de lo hecho por la AFI, pero que  también ofrece una idea  fundacional en  una reflexión que ceñida  a los 90 piensa  por primera vez lo que fue y sigue siendo la postdictadura: ese terreno infértil, tan cercano, tan cotidiano.  Totalmente triste.  Las fotos de Godoy son en ese sentido un referente netamente contemporáneo .