Este es su purgatorio. Sucede con inmóvil paciencia entre
los hechos y el ojo, que en ellos busca el instante dentro de una ciudad de luz
eclipsada, o de una luz que no es luz, sino más bien el fantasma de una vieja
luz. Pero este mundo es hoy sólo una idea. Un homenaje frente a un desierto. Una puerta hecha de otras, tapiadas, y que no pueden abrirse nunca más. Son la parte inamovible
de la fotografía. El decorado donde está pasando el mundo atrás de los hombres
eternizados en el cuadro. Ese decorado es como el apego a un sueño, a su terreno más oscuro, más íntimo, a su obsoleto
amor, a la impalpable realidad antojadiza de su silencioso laberinto.
Cuando empecé a pensar en estas líneas, o mejor dicho comencé a pensar en qué decir sobre un
fotógrafo tan entrañable como Macelo Montecino, mi mujer me dio la noticia de
que esperamos a nuestro primer hijo. A
razón de aquello y mirando las fotos con atención, reviví la primera vez que
abrí los ojos en una conciencia personal –la conciencia del yo mismo-, cuando
niño, en la ciudad que me rodeaba. Fue de la mano de mi padre, en los 80. Ese
mundo era similar a un rumor enrarecido, al de una voz que no tiene palabras en
su vacío, sino imágenes únicamente cuando miro las páginas de este libro. Justamente. Eso fue en ese tiempo sin nombre ni
expectativa, lo que me hizo real o consiente de alguna manera por primera vez
de cierto sentido, triste y confuso a un mismo tiempo de lo que significa
vivir, haber vivido en Chile. Con esa certeza me reencuentro.
Con la voz no de alguien sino de algo, la voz de la ciudad
que recuerdo y que resuena como un viento, devolviendo nombres queridos, o la
sensación de esos nombres del pasado como brazos de mar que se devuelven a una
orilla sucia que los seca; la sensación de cosas y de calles y de sentimientos,
y de una música semejante a una vieja canción. Eso me producen estas imágenes
de ¿Santiago? No. Esta ciudad muerta no
es Santiago sino su imagen en un ojo nublado, su inverso negativo en el ojo
seco de Dios, su fantasma en cierta oscuridad que se ajusta
particularmente a encarnar el devenir trazado en la mente de un viejo sobreviviente. Montecino el
sobreviviente. Lo pienso así.
Es ciertamente la canción de una despedida lo que oigo al
sentir atentamente este paisaje en blanco y negro. La canción entrañable de la
derrota, pero también del amor. Mi hijo no verá esa ciudad que duró hasta
incluso un poco después del siglo XX, viva hoy tan sólo en el estrato más
íntimo de algunos sueños o en fotografías como por las que Montecino, -cuya
cabeza sueña el sueño hermoso de la razón- nos hace transitar. Mi hijo sí verá
estás fotografías y yo le diré: este fue el último Chile, hijo, y este último
Chile parecerá un sueño enigmático, un mensaje desde lejos desenterrado, como
una osamenta que resiste al viento.
WalkingAround, es un homenaje necesario o más bien imprescindible, a esa ciudad de ese
viejo país. Sus fotos existen en los objetos que lo conformaban, los hitos
muertos o tan sólo reales hoy en una rezagada memoria, que da cabida a su
desenlace en la imagen de calles y rutinas y
palabras y amores y desencuentros, o ternura o entrañable emoción,
levantadas en la zona muda. Es más bien el cauto y resignado pero no menos
valiente simulacro de todo eso lo que veo.
Sombras que llevan
muchos años muertas, que hablan en un
sueño nacido al borde del abismo. Es como si
Montecino tomara estos guijarros y los recompusiera. Los hiciera vivir
brevemente con su voluntad o con su amor. Porque ya nos es
imposible vivir en la ciudad de Montecino. Lo pienso con tristeza. El sujeto romántico
que en ella transitó, el poeta, los niños que fuimos como diría el mismo
Neruda, ya dejaron de existir, y es acaso una broma del autor–una broma nacida
de la resignación-, o más bien un irónico ajuste de cuentas con la
desaparición de lo amado, que intente
evocar a Neruda.
Esta es la ciudad de Montecino y sus pérdidas personales y
colectivas; la ciudad de su país vencido y de sus héroes derrotados, cotidianos
y anónimos; la ciudad de sus amigos muertos; la dolorosa ciudad interior de
Montecino que agita su bandera rota y
blanca en el viento de otro mundo que todo eclipsa: palabras y sentidos, y de
vuelta nos retorna una sensación sólo entendible con imágenes que nos
provocan tristeza, como aquella que
siente un niño como yo fui en los años de la dictadura chilena donde aún se
alzaban las ruinas callejeras de un proyecto de país, con sus calles de tierra
y su neblina, sus botillerías viejas, sus autos del año 30 estacionados en la
calle, su gente con ropa vieja sin
explicació
esperanza, con generosidad y lágrimas, con sangre en el ojo y secreta
justicia.
n ni argumento. Como aquella tristeza que me produce pensar que ese paisaje roído por el peso de una noche larga es una parte interior de lo que encarna para algunos un trozo fantasmal de este país que amamos y que ya no tenemos, y que Montecino, habitante noctámbulo en lo irrecuperable, rescata para nosotros. Como un pedacito de
n ni argumento. Como aquella tristeza que me produce pensar que ese paisaje roído por el peso de una noche larga es una parte interior de lo que encarna para algunos un trozo fantasmal de este país que amamos y que ya no tenemos, y que Montecino, habitante noctámbulo en lo irrecuperable, rescata para nosotros. Como un pedacito de
Aquí está la ciudad
detenida en una suerte de pensamiento eternizado. No detenida en los argumentos
de la realidad, sino en los espacios vacíos de esa realidad, el tedio de los
días y de las escenas cotidianas de los días del siglo xx o de fines del siglo
xx. Allí sí se ve con atención los hombres que existieron en esa metrópoli
transitan,como dice Carlos Droguett, llenos
de “esa generosidad que se llama revolución y que fue, en un tiempo no
muy lejano e inolvidable, mi salvación".
Aquí Montecino
pretende dialogar con la poesía, como nos dice el título del libro, pero quizás
no es con Neruda –innegable poeta de la
salvación- con quien el autor platica,
sino con el fantasma de Neruda, con el
fantasma en fin de algo que desapareció como Neruda, sumido en la noche de lo que ha pasado. La poesía responde:
sucede que me canso de ser hombre. Regala las imágenes: marchito como un cisne
de fieltro, en un agua de origen y ceniza. Al fin un dialogo hermoso,
puesto como una ironía que nos rompe el corazón. Las palabras de Neruda
como la constatación de que esas palabras y su elaborado romanticismo, el de
transitar por criminales callejones,
pasajes, barberías, cines viejos, como un poeta -con la cámara en la mano- con una pluma
con tinta verde para escribir unas palabras de amor, ya no es posible, porque
ese gesto solo existe en la fisura, en
la grieta del recuerdo de un viejo tiempo. A mi parecer este libro también
dialoga con poetas como Jorge Teillier y Enrique Lihn; con el Teillier que dice
que siente que no pertenece a ningún lugar y ningún lugar le pertenece; con el
Lihn que dice: nunca salí del horroroso Chile; con el Teillier que dice: no es
cierto otro dialogo que no sea con nuestra desolada imagen; con el Lihn que
habla del país de los sueños donde no hay cosa que no esté hecha de nada. Creo que de esa nada, de esa nostálgica e
inalcanzable nada, está hecho este foso, esta ciudad de Montecino.
Pienso en Marcelo como el autor de un poema, un lector de
Neruda pero también un inseparable lector de Lihn y de Teillier, y que busca
justamente sólo dialogar con una vieja imagen de sí mismo. Una imagen que es y
no es Marcelo. Una imagen que fue Marcelo. Un joven e irrecuperable Marcelo que
de alguna manera nunca salió del horroroso
Santiago, tan lleno de dolores y ausencias, de viento y neblina, de
muertes, de amigos y hermanos que se internaron para siempre en ese frágil y
gris territorio que abarcan estas fotografías del siglo xx y su ruina que sobre
un proyecto de país muestra un fracaso, es cierto, pero también un entrañable
amor y desprendimiento.
Si pienso en Marcelo me lo imagino recorriendo ese viejo
sueño, ese sueño indomable en el que como un inconformista luchador vuelve a
revisar estos pasos, estas imágenes vividas, y busca remediar en ellas
un pasado finalmente inabarcable, un pasado que si bien no existe, si existe, como dice
Fernando Alegría, refiriéndose a los años: un pasado que no tiene principio ni
fin, y que sigue girando, olvidado, y
aunque no estemos allí ya para tocarlo, no obstante no son menos ciertas su música, sus hechos que
suceden en algún lugar, como una pareja que baila al ritmo de la vida. Estas
escenas existen y no existen, son y no son. Son quizás el anhelo de dialogar
con viejos sueños y esperanzas, y no son nada porque son sólo polvo de calles
que transitan desde la nada hacia la nada, como Chile, como lo que fue ese
viejo y querido país que dejó de existir y que el autor muestra en la textura de estas páginas, como una cicatriz borrosa. Un país donde
me gustaría transitar acompañando a este observador generoso una vez más, y
compartir junto a mi hijo esa
esperanza que lo redime y que nos redime
en algún lugar para siempre.