miércoles, 25 de marzo de 2015

Tres fotolibros


El fotolibro es un dispositivo de narración. Una idea, estructurada mediante la forma en la edición, cuya continuidad, organización, disposición y sentido en las páginas, se remite, más que a una fórmula rígida o inequívoca, a criterios totalmente subjetivos. Estos oscilan sobre una simple pregunta: ¿Funciona? Pero la lectura en ciertos casos no sólo depende de la edición, o su repertorio de fórmulas estéticas derivadas, sino además de ciertos elementos discursivos que potencian la lectura. En estos influyen puntos de vista tan dispersos como la intención y decisión del autor al publicar en el soporte editorial, o el momento histórico para cuyos fines fue concebida la obra; además, cómo esta es leída por el observador. Obviamente el fotolibro tiene formas más variadas que esta escueta enunciación. Es ensayo, reportaje, ficción, en algunos casos panfleto, construcción de sentido finalmente. No es catálogo. Tampoco antología. 

Tiene como es de suponer lecturas volubles, que se inscriben en el espacio de memoria. Que cambian desde un punto de inflexión histórico a otro. Por ejemplo, el trabajo editado por Quimantú “El Tancazo de ese 26 de junio”, tiene al menos dos lecturas. La primera es la que se relaciona con el momento en que fue producido el libro. Editorial Quimantú como empresa estatal derivada del gobierno de Salvador Allende –y su intención de producir libros a bajo costo- intentó, en una estrategia de mostrar cómo el gobierno se mantenía firme ante el vendaval de complots que intentaban desbaratar su gestión, cómo se logró sofocar, mediante la intervención de una milicia leal a Allende, un intento de golpe anterior al 11 de septiembre. En este folleto de propaganda con una eminente propuesta fotográfica, encontramos primero un objetivo temporal, apegado a su contexto de publicación. Es denuncia y a la vez información y propaganda. Luego de este punto que sólo enunciaremos con brevedad, podemos hacer nuestra segunda lectura. Cómo, en la reescritura de la memoria que se acumula en el paso del tiempo, hay conjuntamente una relectura de la obra. Después de 40 años, ya no estamos sólo ante un folleto de propaganda o un pasquín informativo con fotos. Vemos en esas páginas además un proyecto de país fracasado bajo el peso de los acontecimientos futuros a esa fecha, el 29 de junio de 1973. El general Pinochet, hasta ese momento leal al gobierno del pueblo, aparece en una fotografía con una metralleta al hombro enfrentando a los amotinados. Junto a él el General Prat. Ambos se abrazan luego de sofocar la revuelta. Allende habla por radio desde La Moneda, pidiéndole al pueblo tener confianza en el ejército constitucional. 
Aquí la lectura que podemos hacer desde este punto del tiempo, se organiza no como la historia de un hecho puntual y sus reacciones en determinado punto de la historia reciente, sino como una reescritura: la de un horror, donde además se conjuga la traición, el fracaso, la ruptura de un sueño, en fin. Parece obvio decir que el tiempo redimensiona las cosas, pero no lo es tanto en cuanto al sentido que cobran los relatos que recubren secuencias fotográficas tan impactantes como estas, ya que apelan a un contenido velado, un contenido que sólo el observador, el lector de la historia, su sobreviviente, conoce cada vez con más certeza a medida pasa el tiempo. He aquí un apunte trazado para hacernos la idea de cuál podría ser una dimensión –una de tantas, por supuesto- más amplia en cuanto a fotolibros se refiere. 
En los últimos años Martin Parr sistematizó teóricamente la historia del fotolibro en su investigación de tres volúmenes The Photobook: A History. Otro tanto se hizo en Latinoamérica con el trabajo de Horacio Fernández, El Fotolibro Latinoamericano. El campo es profuso en cuanto a ejemplos de libros notables, pero pese a los esfuerzos teóricos, que más bien podríamos definirlos como un infructuoso intento crear un catálogo – con las escuetas descripciones que siempre conllevan estos- la bibliografía, aunque creciente, tiene incontables vacíos, casi inabarcables. Esto se debe a la imposibilidad de profundizar en un campo tan vasto, al bajo tiraje de los libros, su distribución escaza –algunos en círculos muy restringidos, o en un circuito casi inexistente de interesados-, etc. Observando buenos libros fuera de la biografía entregada por Fernández y pensando un poco sobre el factor de relectura enunciado anteriormente, me detendré en dos más- El primero se titula Tres años de destrucción/ El nuevo amanecer. Es igualmente un folleto de propaganda –muy parecido a Chile, Ayer y Hoy-, esta vez destinado a sustentar la dictadura sobre una burda política de desprestigio al gobierno allendista. Limpiar la imagen ante los cuestionamientos internacionales producto del golpe de estado, y presentar a la Junta de Gobierno como los salvadores del país de la “tiranía marxista”. 
El dispositivo fotográfico se abre aquí para mostrarnos imágenes –extraídas de los archivos de El Mercurio y Tribuna- de una Unidad Popular caótica, con escaso apoyo ciudadano, abusiva en la posesión de abismantes arsenales y contradictoria en esta línea en su ímpetu por evitar una guerra civil; además, ostentosa en el estilo de vida desbordado de sus líderes; oscilante entre una supuesta vida de excesos y lujos de Salvador Allende y su posición pública de Presidente popular. El libro junto con hacer este burdo y bajo descrédito, por otra parte traza un casi idílico Chile dictatorial. Se ve a la junta recorrer poblaciones obreras, y ser recibida con apoyo incondicional de pobladores muy humildes que incluso aportan al nuevo régimen con sumas de dinero juntadas con esfuerzo. Se ve a Pinochet sosteniendo un plácido y amable dialogo con el cardenal Silva Henríquez. Además se le ve leyendo un discurso de agradecimiento al poder judicial, por brindarle su más irrestricta aprobación como “cuerpo de pronunciamiento militar”. Si pensamos en libros como este o el ya mencionado Chile Ayer y hoy, en el que aparecen cuadros comparativos propios de la lógica nacionalista del orden versus el desorden, del bien versus el mal, del enemigo versus el salvador, tenemos un registro similar al enunciado con anterioridad. Un cuerpo fotográfico que si bien se somete al apelativo de folleto informativo y de propaganda, con la perspectiva de los años adquiere también otro sentido. Precisamente el que lo convierte en fotolibro: es un relato, una narrativa particular e incluso poética sobre algo tremendo, en este caso: la represión, la hipocresía, los muertos enterrados bajo la tierra seca de una institucionalidad tosca y torpe, y todo lo que con ello cobrará forma con los años. Un relato sobre una sanguinaria reconstrucción nacional, que bajo la superficie acumulaba cadáveres que jamás aparecerán. La relectura es aquí perturbadora.
Un tercer trabajo que quiero citar en esta breve nota, es más específico, acotado totalmente a un número ínfimo de ejemplares. Es un librillo sin título, realizado por el fotógrafo Oscar Witke. En la secuencia, que documenta un casamiento en el registro civil de Santiago, aparece una de sus fotos icónicas, que de paso es una imagen muy conocida de la AFI.
En ella se ven las espaldas de una pareja, que camina bajo el sol de Santiago durante 1981. Son mis padres el día de su matrimonio. Ella lleva un abrigo humilde, blanco. Él, una chaqueta de mezclilla desteñida y el pelo desordenado. La interpretación de esta imagen la hago desde la relectura que me procura el conocimiento que tengo sobre sus vidas –una licencia personal y antojadiza desde luego-, ambas trastocadas para siempre por el golpe de 1973 y sus consecuencias sobre la vida de una parte de la sociedad civil. Es curioso pensar en este álbum de matrimonio como un fotolibro. Para mi sus páginas, no muchas, son la constatación de un estado existencial del espacio. Un espacio derrotado en que gravitó, por mucho tiempo, una parte de Chile. Una parte anónima y pisoteada, solitaria y pobre de este viejo país. El breve libro habla del pequeño dolor de una pareja sencilla, y de cómo, en medio de la opresión y bajo el aire enrarecido de una ciudad seca y fantasmal, existió la esperanza, por pequeña que esta hubiera sido. La relectura la hago desde el aquí, cargado del sentido que da sólo el haber sobrevivido al tiempo y la desesperanza de ese tiempo, los silencios, el agua caudalosa que pasó bajo el puente de los años, destiñendo esas páginas valientes, esas imágenes suspendidas en un lugar de mi sangre, mezcla de la sangre de aquella pareja que está inmóvil en aquel cuadro que representa un movimiento cabizbajo bajo el sol tenue de un mundo en ruinas. Un movimiento hacia la incertidumbre del futuro, sumergido en un relato tan críptico como doloroso. 
En interesante pensar cómo algunas narrativas, el sentido de nuestras poéticas interiores, sólo podemos descubrirlas al mirar muy atrás, porque los atisbos que logramos en el camino son como respuestas anteriores a una pregunta que sólo tendremos al final, o en un punto ya muy adelantado del recorrido. La relectura para ello es definitivamente imprescindible; no interpretar las imágenes sólo como lo que son, sino proyectarlas en el trazado que hacemos de una imagen personal sobre ese mapa en que situamos nuestros años o nuestra memoria social. Bellos son los fotolibros que resisten estos apuntes, y estas someras conclusiones.

lunes, 9 de febrero de 2015

El Santiago en que viví; algunas reflexiones sobre el tiempo de la AFI y viejas fotos que encontré en casa.


































                                       
















Miró  unas fotografías que aparecieron recientemente en mi casa. Todo comenzó cuando compramos un pequeño scanner de negativos y mi padre se puso a rescatar sus viejas imágenes de los 80.  El erial del olvido –definición que le debo a Roberto Bolaño- es un sitio demasiado enigmático a veces, porque al escarbarlo no sólo aparecen viejos rostros, sino también su reposada tibieza, la lentitud de gestos que acompañarán no sólo para siempre al pasado, sino también la vida de ese pasado, esa despedida que se prolongará  hasta nuestra muerte. Y resultó que en aquellos negativos estaban, no sólo las fotos que hizo mi padre cuando era un joven fotógrafo que recorría solitario esta ciudad durante la dictadura, sino también de un espacio de mi  vida, que en este último año ha ocupado gran parte del tiempo que dedico a pensar. No es sólo la infancia y tampoco el pasado, que es ya un término demasiado amplio para meditar en todo lo que fueron los  años 80. Es más bien, ni siquiera un imaginario, sino el peso de la carga mental que conlleva ésta definición. El poema que siempre intento escribir, infructuosamente, sobre aquella vida. Pero no esa imagen deslavada hípster de los 80, que tan de moda se ha puesto entre la gente que va al persa y compra diogeneramente desde marcos de bicicleta hasta viejos computadores Atari. Desde envases de Free o monitos de He Man para adornar las casas, hasta incluso los que rayaron con la serie, que a mí también me encantó, donde se mostraba la casa de los Herrera como una vieja casa de playa, con muebles enchapados y televisores Antu, vivos de nuevo con imágenes de viejos partidos de futbol, concursos de belleza, noticieros, comerciales, telenovelas, dibujos animados, y Pinochet. Y es que el peso del imaginario en el que pienso o en el que intento pensar creo que inútilmente, no es el relato que se hace hoy casi 30 años después de que terminó aquella década. Pienso más bien en la escritura del tedio. En lo real. Recordar el pasado es obviamente un ejercicio inabarcable y en un punto, el pequeño punto donde logro conformarme al pensar en él finalmente como una abstracción sombría, es casi imposible. Todo se reduce a sensaciones. Sólo cabe aquí el conformismo.  El pasado es y será siempre un mar –el del relato- en el que lo único que hay son imágenes sueltas, fotografías como las tomadas por  mi papá. En estos años y desde que me convertí en fotógrafo pienso a menudo en él en esos tiempos, y ahora que escribo estas líneas uno esos pensamientos con la imagen de ese Santiago en que vivimos juntos mis primeros años. En esa época sobrevivían las calles del siglo XX. Si bien aunque cubiertas con un halo difuso y convirtiéndose cada día en una ruina constante, aún existían viejos edificios que en los barrios agitaban su bandera de combate, y bajo esta bandera existía aún la gente del siglo XX, los  habitantes oscuros, los bien aventurados habitantes de aquella vida, que como las casas, también eran una ruina gradual o un remedo patético de tiempos y proyectos anteriores y fracasados. El pueblo de Chile, que en ese instante era derrotado en los cuarteles de tortura. Mi padre era uno de ellos, pero si bien sus fotos tenían que ver con ese mundo, se proyectaban como salvavidas para el futuro. Esas fotos eran mi futuro y de alguna manera, una manera que podría decirse rara, eran fotografías que me ayudarían a descubrir, sobre todo en estos últimos tiempos, quién era yo y quién soy todavía. Y en esta parte caigo en un ejercicio que he reiterado con demasiada frecuencia últimamente, pero que  seguiré repitiendo como una necesidad, quizás para deducir algo que me falta entender de todo aquello: imaginar a mi padre, de mi edad, con su cámara, recorriendo Santiago. Saliendo de nuestra casa en la calle Moneda 1898, ese  viejo edificio conocido como el barco o el Titanic, y desde ahí verlo cruzar el centro en distintas direcciones. Cuando veo las fotos trazo el recorrido. Un recorrido escurridizo, zigzagueante. Una línea que no definía límites claros entre el arriba o el abajo, ya que la caída no es necesariamente en este orden, porque claro, ahora que lo pienso esas fotos están hechas en el terreno de la caída; en la atmosfera vertiginosa del precipicio, pero a la vez levantan en su deslavado acontecer una visión de resistencia; de vuelo parcial entre el sitio exacto de lanzarse al vacío y su fondo. ¿Y de qué son las fotos? Pues toda es fotografía callejera. Mauricio pertenecía en esos años a la Afi, ¿Asociación de Fotógrafos Independientes? ¿Asociación de Fotógrafos  de Izquierda? Es interesante detenerse aquí para plantear algo poco dicho al respecto.  Como yo lo veo existían dentro de la Afi al menos dos Afis. Una, la más conocida y sobreexplotada, es la de la épica de las revistas de resistencia a Pinochet como argumento estético; un argumento necesario por cierto, donde cabían las inagotables fotos de marchas y de milicos y de pacos y de concentraciones y en fin. Todo lo que hemos visto ya en el bello documental La Ciudad de los Fotógrafos. Por otro lado hubo artistas –que por ser diametralmente ajenos, no a la denuncia, sino a su cansadora épica romántica, no aparecieron en la película, aunque fueron parte importante de la Afi y tuvieron una visión sobre la dictadura tan necesaria como los primeros. A estos les denominaré la otra Afi-. Todos ellos siguieron el punteo de una intuición existencial frente al mundo de la dictadura. No en una fotografía con los caracteres obvios de la épica que finalmente siempre dará las rayas para la suma, sino desde un lado que más bien apeló a la extrañeza de la imagen poética, que entendía que la realidad no existía afuera sino adentro, ya que el afuera era un espacio censurado, y en su contrapunto el interior reflexivo de las poéticas rescataba esas proyecciones en un tiempo recubierto por elementos tan subjetivos como el humor, la nostalgia, el espacio melancólico e interior de las casas, y los pequeños gestos de un republicanismo  aún presente en sucesos y reuniones cotidianas. Las calles, galerías del centro, la gente estacionada para siempre en su escena mundana y su ternura.  Este era el gesto de la otra Afi; reconocerse en la  propia cotidianidad;  mirar el barrio y recorrer erráticamente lo que alguna vez fue un proyecto de país, en ese instante demolido y masacrado. En este grupo honrosamente están los nombres de mi padre, Mauricio Valenzuela, y también de quienes siempre admiro, como la Leonora Vicuña, Oscar Witke, Felipe Riobó, Lucho Prieto y un par más que se me escapa. Pienso siempre en sus fotos como un referente para los jóvenes fotógrafos: Oscar y su Valparaíso o las asoleadas veredas del barrio Yungay; Leonora y su trabajo de fotos pintadas de la bohemia del Bar La Unión, junto a Teillier y Rolando Cárdenas, que bebían mientas el mundo afuera de esas puertas era como arrastrado por un río de agua proveniente de un temporal; el trabajo de Felipe Riobó sobre Cartagena y el de Lucho Prieto, mejor comentado por Gonzalo Leiva en un libro que apareció hace poco por Lom Ediciones.
Cuando pienso en el mundo retratado por esas viejas fotos que mi  papá sigue escaneando a diario, y de las que muestro acá una pequeña, pequeñísima selección hecha para mi blog, siento algo raro. El eco de nuestros pasos en ese Santiago deslavado del que finalmente nunca salí;  las zonas cotidianas de la extrañeza con las que incluso trato de encontrarme en mis propias fotos, a veces con menos éxitos que fracasos. Y es que será que todo aquel mundo  sólo existe en una abstracción, que como una piel nueva bajo la rugosidad de una costra es, sin sangrar profusamente, inalcanzable para los dedos. No lo sé. A veces me preguntó por mucho rato porqué esos viejos lugares ya no existen. Por qué los demolieron. Obviamente me disculpo al utilizar aquí el cliché aburrido del memorioso cronista que añora con lágrimas lo perdido como algo idealizado. En verdad no es ese el gesto que intento ni mucho menos. Sé con fehaciente claridad que aquel mundo, esa imagen suelta en la neblina, no es mejor que ahora. Los contornos de aquel pasado eran aunque felices, bastante duros. Pienso  más bien en una idea dicha anteriormente, lo del proyecto de un país que de a poco se agotaba, y sobre cómo en sus ruinas nací, como para siempre recordarlo con el amor que se recuerda la sonrisa de mi madre o a mi padre.  En fin. Lo cierto es que dentro de la memoria de ese país imaginado, flotan como  espacios de lucidez  estas paradójicamente inciertas y borrosas fotos que hemos escaneado para pensar un poco en quienes somos.

miércoles, 4 de febrero de 2015

Algunas reflexiones sobre el estilo fotográfico

Más allá de un tratamiento estético similar entre varios autores al enfrentar la toma, lo que prima realmente es el discurso; en mi caso intransable con ciertas sospechas. Siempre el discurso. Intransigente, violento, pero además, pensado desde las fragilidades más personales que se cargan sobre el pecho en esta guerra de nada y para nada. "Tomas fotos como Petersen o como los fotógrafos japoneses", me han dicho harto con aires de mezquina inteligencia. Ja¡¡¡ Yo escucho y pienso en cómo la gente –que le encanta hacer creer que saben algo que uno no- confunde tratamientos de color o postproducción con discursos o paradigmas de imaginario. Son indisolubles diferencias que para correr en canales tan distintos, son confusión frecuente para el ojo no entrenado o para el ojo engreído. Aunque ahora el que suena así soy yo, bien petulante. Pero es así, porque afortunadamente no pertenezco ni me formé en las camarillas de fotógrafos, tan jodidos con el fotoperiodismo y su acomodaticia búsqueda de temas -siempre haciendo la tarea para ganar Fondart- o con la cabeza inflada con esas reglas patéticas (nitidez, color, encuadre) que enseñaron ciertos profes –por cierto con una visión muy pobre de la fotografía-, y que se cagaron a una generación completa ahora metida en los diarios (como si la fotografía de verdad estuviera allí). El mío fue siempre un lugar más duro y difuso: el mundo de la transición –siempre envuelto en los pobres poemas que escribía sobre mis padres, derrotados militantes del pasado-, la transición de una sociedad temerosa y sínica post dictadura –que duró harto y que aún dura- a otra que se está vislumbrando recién ahora, en directa oposición y para mi absoluta felicidad, a la lentitud de la parsimonia noventera y del dos mil –donde no había ningún lugar para uno-. Bello que en este nuevo mundo existan poetas como Gastón Carrasco, Juan Carreño, Angélica Panes, Francisco Ide. O narradores como Perro de Puerto, o fotógrafos como Felipe Guarda, Francisco Farías, Claudio Albarrán, David Alarcón. Pequeñas leyendas en formación.
Por supuesto que uno reconoce influencias. En el caso de los japoneses, me comparo con poetas como Francisco Ide –admirador de Mishima- o con Carver, que toma de Chejov, basado en el hecho simple de querer al autor de La dama del perrito. Y es que uno quiere a los viejos fotógrafos y toma, hace relecturas de su ansiedad existencial en una época de cambio. Eso lo tenemos tan en común con tipos como Takuma Nakahira. Otra cosa es lo que uno dice eso si. O sea ellos no inventaron la fotografía pero si inventaron un discurso, como yo invento el mío, o más bien lo concluyo de este recorrido que se pone más bueno cada vez.