Que grande se ha hecho el vacío al interior de la casa; que grande es
el monstruo en el interior de la gente- “mírame, que grande se ha hecho el monstruo
en mi interior”-, qué grande es el Chile que llevamos zurcido al corazón, como
una deforme desproporcionada difusa piel transparente, como una mortaja, como
una bandera rota. Si, transparente, como los dibujos que se superponen entre si en
las páginas del libro del Erick. Pequeñas vidas, pequeños rastros, pequeñas pertenecías a una
patria derrotada.
Qué cosa es la memoria de Chile
sino una casa abandonada. Qué otra cosa podría ser si no una sucesión en
desorden de habitaciones vacías y oscuras que se erigen arriba y abajo: con subterráneos,
entre puertas tapeadas, ruinas y escombros, objetos ya sin propósito, fotos sin
dueño. Habitaciones en las que vuelan las moscas –moscas negras que palpitan en
enjambre, como un corazón-, formando imágenes truncadas, pretensiones que no
llegaron ni llegarán a cumplirse, dolores, esperanza y nostalgias. Abrir los
ojos en esa oscuridad, recopilar los objetos vencidos de esa casa abandonada o
de esa memoria, seleccionar pacientemente e intentar reconstruir desde una
evidente fragilidad, desde la imposibilidad de lo mutilado, no sólo un álbum
familiar de recortes huachos que en apariencia poco importan, sino una reflexión
de lo que es la pertenencia a la memoria y a Chile finalmente. Esos, son actos
de valentía. Y aunque suene ambicioso como enunciado, no lo es, ya que la
materialidad modesta del dispositivo, en este caso del fotolibro, está muy
lejos de pretender con elaborada pompa lo que al contrario consigue con corazón
y sencillez.
Recuerdo que alguien me contó que después de mucho tiempo
volvió al lugar de su tortura. Era una casa secreta en el centro de Santiago
que resultó ser el tristemente famoso centro de apremios Londres 38. Esa
persona reconoció de inmediato el recinto por los dibujos de las baldosas en la
entrada: cuadrados negros y blancos que formaban una suerte de tablero de
ajedrez. Debajo de ese tablero desplegado, moviéndose como una serpiente en el
agua sucia, existe un abismo. En ese abismo hay niebla. Detrás de la niebla
siempre hay historia: la de pequeños amores, la de tiernas militancias, de
fracasos, del afiebrado delirio de los que matan y lo vertiginoso de los que mueren,
la tortura, la posterior desaparición, en fin, el mundo en que crecimos.
El poeta Jaime Pinos me decía hace unos días que la pelea debe darse desde la
imagen y la historia. ¿Qué es Chile? Pues Chile es imagen e historia: esa
sucesión de imágenes deformes, fotos carbonizadas, fantasmas impresos a media
tinta entre la desaparición y el purgatorio, entre el amor y lo lamentable,
entre la ternura y la pérdida, entre la derrota y el pasado.
De eso habla este libro valiente y difícil. Hecho de
baldosas blancas y negras, hecho de abismos, imagen e historia, hecho de rostros
mutilados pero también de belleza. Una
ingenua y potente belleza. Un libro
netamente político por cierto, pero en el sentido más bello de la política. La
militancia salvaje a una generación que explora su devenir y su origen, y que
en el abismo encuentra los
enternecedores restos de un pasado hecho de tanto amor y también de tanta pena. Erick Faúndez podría haber apostado a un
rotulo fácil; alguna pasta que le asegurara un Fondart o su lugar en la fila
larga de los que dicen sí señor, y muestran un trabajo lleno de tópicos siempre
medio parecidos. Para nuestra fortuna apeló no sólo a la construcción de un
objeto precioso, sino al riesgo de
levantar un relato complejo sobre la memoria, ese monstruo sin nombre
que le da, paradójicamente, nombre a este
bello libro que habla de Chile.