domingo, 10 de julio de 2011

Hernán Miranda: la vigencia del vaticinio.

Fue hace unos cuantos años. En uno de esos magnos eventos culturales de la capital y sus ferias del libro. Además de todo el público fácilmente conmovible – me refiero a la densa fauna de estudiantes de literatura que todo lo aplauden como si fuese único, los grupis, los siempre esmirriados poetas de segunda división, las dueñas de casa aburridas y los esquizofrénicos(as) que frecuentemente se sientan solos(as) en primera fila, etc.-, estaba el ex presidente Lagos, y el montón de viejos patulecos –esos presidentes de fundaciones y poetuchos que dan algún taller- empoderados de la institución literaria, celebrando a Nicanor Parra y el lanzamiento, me parece, que de su última gran antología.

El poeta de blanca cabellera había hecho uso de su mejor tono para recitar su “Hombre imaginario”. El ex presidente, que me pareció de sobra, entretanto dio unas palabritas al público como para comprobar que Nicanor Parra ya no es ni un poeta ni un anti poeta, sino un Súper Poeta. Como era de esperar todo resultó bien, y don Nica nuevamente causó furor en sus fans.
A la salida del auditorio, que era en el subterráneo de la Estación Mapocho, la manada salió persiguiendo al casi centenario vate. Lo rodeaban en una caterva invasiva y bulliciosa, tal vez monótona pero nunca claudicante en sus anhelos, ya que según se vio, todos querían insistentemente su pedacito de poeta. Por contacto, roce o al oír su divino decibel de parquedad o como fuera, se quería estar cerca del hombre que reveló alguna vez la existencia de un “Olimpo poético”, y cuya ubicación hasta ahora no se descubre o más bien se mantiene en secreto.
El antipoeta, entretanto, caminando sobre las altas nubes –lluviosas- de su cielo personal, hablando en un inglés muy shakespireano para mi gusto y con el evidente deseo de alejar a la chusma de chileno-parlantes que lo agobiaban con la caza de autógrafos, iba con la mirada fija en la puerta y el paso rápido para tragar luego, como con agüita con azúcar, los avatares de la fama y su gentuza.
A 20 metros de escapar de aquel infierno de adoración, se detuvo. En vano trató de apartar a la multitud para saludar a una inesperada visión que se había cruzado ante sus ojos. “¡Hernán! –exclamó de pronto Parra- Amigo mío ¡Cómo has estado! ¡Cuándo irás a verme¡ Debes venir a Las Cruces cuanto antes, por favor….”.

El aludido Hernán era un sujeto quitado de bulla, de estatura mediana, cabello cano, barba no muy tupida y lentes, y que apenas gesticuló una venia, pero sí apretó con cariño las manos del anciano poeta. Luego Parra, atrapado por su corte de obsesivos secuaces no pudo resistir más y desapareció por la puerta más cercana. Al saludado Hernán nadie le prestó más atención, como siempre suele ser en Chile con la gente que aparentemente no es famosa para la gallada. Pienso que cualquier curioso con una cuota lúdica de interés poético debería haberse detenido y hacer la simple pregunta: ¿Quién era el tal Hernán, que se alejó anónimo entre la multitud y al que Nicanor Parra le rindió una tan intensa reverencia de respeto?

En estos días de movilizaciones sociales, donde prima con vigor expresivo el dialogó ciudadano interpelando el hombre común por una mejor educación, levantando la voz en contra de la gran maquinaria de poder, no se me ocurre otro poeta chileno más vigente que Hernán Miranda Casanova (Quillota 1941). Y es justamente porque pocos como él han reflexionado en la poesía nacional sobre cómo el hombre común, tan mínimo en sus miserias cotidianas, enfrenta, en una posición de derrota permanente y asegurada, al gran poder: el inalienable paso del tiempo, a la muerte, a la maquinaria política implacable con los que van peleando la contra desde sus pequeñas dignidades y refugios.

Su libro “Arte de Vaticinar” me parece una valiosa reflexión al respecto y un texto de brillante vaticinio político. Pensemos que escrito en el 70 ya anunciaba –haciéndole honor a su título- la rutina de un detenido arbitrariamente. La “historia de un hombre que perdió un mal día toda su documentación”, poema que con una clara y terrible influencia kafkiana nos presenta un personaje –quizás el mismo Miranda, siempre observador y vividor de los avatares del hombre común- que un día perdió sus papeles personales y por ende se le achacaron encima infinitas culpabilidades que finalmente lo llevaron a ser condenado a muerte. La muerte que es lo único que “puede dar algo de corporeidad a un individuo sin célula de identidad”:

“-Identifíquese- le dijo el policía.
Pero él había perdido sus documentos de identidad
Y se lo llevaron a la cárcel
bajo la sospecha de haber cometido
todos los crímenes de la ciudad.
-Yo no he hecho nada malo en mi vida-
clamaba aquel hombre, horrorizado de si mismo.
“Lo has hecho todo en consecuencia” respondíale el tribunal”.

Las pequeñas sutilezas de la lucha contra el poder se tornan dramáticas, pero dentro de aquel sentimiento no exaltan un desborde épico sino una sensación de parquedad y resignación agobiante.

Y sucedido que vino la mujer de este hombre
y a gritos lo llamó por su nombre de pila.
Y vinieron sus hijos y le pidieron dinero
para helado o bolitas.
Y vino el perro de la casa, triste y flacucho,
y en silencio le besó los zapatos.

Es justamente el tema de lo épico tan presente como un vicio masturbatorio en otros poetas que publican últimamente guías telefónicas en verso, lo que se podría sentir como algo molesto – como dijo Enrique Lihn: “si se quiere escribir correctamente poesía no estaría de más bajar un poco el tono”; y esto lo digo hablando a titulo muy personal, y considerando como un hecho inalienable a mi, que los hijos del 80 y el 90 nacimos políticamente bajo el silencio abrumador de nuestros padres, agachando el moño y poco menos que agradeciendo a la Concertación la paz de mentira en que vivimos por 20 años y que hoy por fin al parecer se está diluyendo de la cabeza de la juventud.
Creo que el silencio y las resignaciones del hombre común, no deben cantarse al compás de lo esperable de una épica llorona, que da gritos y gritos pero que tan poco se entiende; debe, en cambio, decirse secamente, con la dureza fulminante de la sinceridad y el tono correcto. Miranda, como casi pocos poetas de su época y como varios poetas jóvenes, habla desde una biografía –vicio tan criticado por algunos aburridos eruditos- que transcurre como un viento sin importancia por una ciudad que no perdona la vida, indiferente ante sus cronistas cotidianos; Miranda, como pocos, no exalta cadáveres reviviéndolos en el tono de lo patético; Miranda los ama, sí, pero en una especie de renuncia de algún modo taciturna e impotente ante lo inasible. Su poema Doralisa se lanzó bajo el tren de las 14, pienso uno de sus textos fundamentales, gráfica aquello:

Yo sé que tú eres la misma de hace 20 años, Doralisa,
y que nada ha cambiado para ti, para nosotros,
que habías de eternizar tu juventud y mi niñez
en ese día y esa hora —las 14.

Esparcida sobre lucientes rieles te recuerdo, Doralisa,
derramada entre dedales-de-oro en flor
(Fue en primavera ¿no es cierto, Doralisa?)
y qué blanco tu cuerpo, qué blanca, Doralisa,
y tu cabellera negra enrollándose
y desenrollándose al viento entre las yerbas.
Y tu cuerpo, Doralisa,
desperdigado sin orden ni sentido
como si hubieras querido hacer de ti misma un enigma
que nadie pudiera descifrar debidamente.

Ah Doralisa, Doralisa,
eres para mí un recuerdo despedazado
que debo empezar a armar pacientemente
—un ojo junto a otro ojo,
una pierna y la otra juntamente
y tus senos y tus manos y tu cabellera sobre todo
y tus pies desnudos sobre la tierra.
Y yo te armo, Doralisa, compongo tu figura
y me llegas intacta a la memoria.
Y enseguida te desarmo, te deposito en tierra,
te disperso,
porque tú eres un recuerdo que vive en mí, Doralisa,
y que no me pertenece.


Es común en sus poemas el atisbo de realidades donde la trivialidad de los pequeños actos que aspiran a eternizar al poeta –ya sean sus versos o el acto sencillo de retratarse en una fotografía, anhelar algún amor desaparecido o simplemente relatar la desdicha-, son sólo algo fútil, sin peso frente a lo definitivo. Como una fotografía sacada en una esquina perdida de Santiago, en que se capta a tres poetas que se inclinan al centro de un ruedo a musitar un vago lenguaje de crípticas sonoridades.
La trivialidad de un pequeño acto que eterniza a tres poetas en una esquina, reunidos por una misteriosa casualidad que nada puede contra la muerte.

LOS POETAS SE JUNTAN DE A TRES

Antes de morir
los poetas se juntan de a tres
a conversar en una esquina

Dos poetas conversando en la esquina
son una incógnita
Tres es el número preciso
Y han de juntarse al azar

Cuando uno va el otro viene
y el tercero espera a alguien
o se ha detenido en esa encrucijada
sin saber qué camino tomará

Puede tratarse de éste, de aquél
o el de más allá
Lo importante es que escriban poemas
y que la gente sepa que es eso lo que hacen
cuando a solas se encierran en sus cuartos
y permanecen horas y horas meditando
frente a una hoja de papel

Estos poetas que de a tres se juntan en la esquina
pueden llamarse de la forma que usted quiera
Para abreviar yo les pondré un apelativo

A ese hombre de pelo entrecano llamémoslo Martín
Al de rostro endiablado y melena enrevesada
el porvenir lo distinga a secas como Enrique
¿Y al tercero? Al tercero le corresponda
ser Rolando

Martín, Enrique y Rolando
se juntan cierto día en una esquina
Se los ve desde lejos enfrascados
en una charla calmada
¿Qué dice cada uno a los otros dos vértices de este triángulo?
¿Por qué se les ve inclinarse levemente
hacia el centro del ruedo
como para poder escuchar mejor las mutuas voces
musitadas?
¿De qué hablan?

¿De qué hablaban
cuando este cronista solitario
los observó una tarde conversando en una esquina?
¿O es que se concertaron para juntarse ahí
ese día y en esa esquina
para dejar una imagen clara en la retina del testigo?

Los poetas se juntan de a tres a conversar en una esquina
antes de empezar a morir
uno después de otro
De lo que hablaban no es asunto que tome estado público
Se juntan, de a tres, y se escuchan atentos y se miran
sentenciosamente
Los poetas se juntan a conversar en una esquina
antes de morir
Primero Enrique, por ejemplo, y después Martín y Rolando
para cerrar la ronda
Los poetas se juntan de a tres y allí los tengo en la memoria
Tres es el número justo por ahora
Cuatro podría ser redundancia
Y por eso no hagan intento de acercarse a un ruedo
que tras ese día debía empezar a disolverse
después de posar para esta fotografía.

domingo, 19 de junio de 2011

Las mil aristas de su vida (1893-1972): Redescubriendo a Pedro Sienna, el gran soñador del cine chileno


De El Mercurio de hoy:


"Cuando las películas se fueron gastando por el uso y quedaron poco menos que inservibles, nadie de nosotros se preocupó de conservarlas, siquiera como recuerdos. Sólo servían de estorbo. Pero un pequeño industrial extranjero de espíritu práctico vio el negocio, y empezó a comprar toda la existencia de ese viejo material. No por cierto para remendar las partes deterioradas o copiar trozos de nuevo a fin de pasar las cintas en cines de barrio o teatrillos de pueblo sino para aprovechar esos cientos de kilos de celuloide para fabricar peines y peinetas. A eso quedaron reducidas las antiguas películas chilenas".


Transformadas en peinetas. Así terminó el casi centenar de cintas del cine mudo nacional, con la excepción, casi milagrosa, de "El húsar de la muerte". Aunque hoy llega a doler el estómago por la pérdida de ese valioso legado, Pedro Sienna describe esta tragedia sobriamente, en los manuscritos que escribió en su vejez sobre la génesis del cine chileno. Ya estaba curtido en mil batallas, que se pueden recorrer en sus "Obras completas" (Universitaria), que incluyen una semblanza biográfica, sus libros y crónicas periodísticas, la transcripción de manuscritos inéditos y un DVD con la versión restaurada de "El húsar de la muerte".


La investigación, textos y edición de todo este material estuvieron a cargo de Cecilia Pinochet, jefa de la carrera de Teoría e Historia del Arte de la Universidad de Chile; el periodista Mauricio Valenzuela y la licenciada en Teoría del Arte Francisca Schultz.



Los pliegues de su figura



Alto, fachoso -todo un galán-, cuentan que Sienna llamaba enseguida la atención cuando entraba a un lugar. Su amigo Pablo de Rokha lo describió como "vibrante y claro. El apretón cordial de manos que va sembrando por el mundo resuena y compendia, íntegro, todo su estilo de hombre; es todo un hombre, todo un hombre". Premio Nacional de Arte (1966), autor de "Vieja herida", un soneto que aprendieron generaciones, precursor del teatro nacional, hoy se le suele reducir a una sola obra: la cinta muda sobre Manuel Rodríguez.



"Uno de los objetivos del libro es situarlo en el 'mapa cultural' que tanto lo nombra, pero que tan poco lo conoce. Si bien el libro rescata la vertiente cinematográfica, busca mostrar que Sienna no realizóúnicamente películas y es mucho más que 'El húsar de la Muerte'. Fue también cronista de Zig Zag y La Nación, un poeta con varios libros a su haber y un activo partícipe del teatro chileno en la primera mitad del siglo XX", explica Mauricio Valenzuela.


¿Hombre multifacético o más bien un diletante? Según Cecilia Pinochet, "Sienna tiene un espíritu soñador, aventurero, productivo, muy relacionado con las carencias de la época que vivió. Fue un osado gestor. Un autodidacta que no pertenecía a la clase dirigente, y que tenía como aspiración la democratización de la cultura. Eso lo llevó a actuar en distintos campos".


Una nueva generación


"Sienna encarna a la nueva clase media. Un grupo heterogéneo de profesionales y empleados que tomaría protagonismo social en la década del 20 y que asume un rol activo en el movimiento intelectual de la época", explica Cecilia Pinochet. "Su adolescencia florece en medio del cambio propiciado por los requerimientos sociales por los que comenzaba la lucha la clase obrera. Fue una suerte de 'padre fundacional', ya que la suya fue la primera generación de artistas de la clase media que se incorporó al circuito intelectual, tomando nuevos espacios y sentidos", agrega Valenzuela


Nacido como Pedro Pérez Cordero -a los 20 años adopta el apellido Sienna, inspirado en el color siena, "cálido y sombrío a la vez"-, el realizador fue hijo de un coronel de Ejército y veterano del 79, que entendió poco su vocación artística. Contrariado, Sienna se fuga de su casa y empieza muy joven sus incursiones artísticas, en principio como dibujante y caricaturista.


Sus afanes poéticos reciben un impulso con el segundo lugar que obtienen sus poemas en los Juegos Florales de 1914, aquellos en los que Gabriela Mistral -"la misteriosa y taciturna poetisa"- obtuvo la distinción máxima con los "Sonetos de la muerte". Mistral no quiso subir al escenario, pero Sienna sí. Declamó sus versos con tal intensidad que a la salida lo contrató como actor un empresario teatral español. El teatro fue su espacio durante varios años, hasta que lo capturó la naciente industria de las imágenes en movimiento.



La epopeya muda


"éramos jóvenes y por lo tanto audaces; éramos pobres, y por lo tanto soñadores", relata Sienna en sus memorias sobre el cine chileno. Pese a las precariedades, el empeño de unos pocos situó al cine mudo chileno como el más productivo de Sudamérica. "Con Coke, Nicanor de la Sotta y Juan Pérez Berrocal hicimos esa hazaña".


"Nos atrevimos con este arte cuya técnica y demás procedimientos ignorábamos en absoluto y sólo imaginábamos por intuición o mirando películas extranjeras. Logramos, por fin, a costa de muchos quebrantos de cabeza y de echar a perder metros de película, dar en el clavo". Grabando sólo de día y graduando la intensidad de la luz con un toldo de sábanas, pidiéndole trajes al Teatro Municipal y reclutando como actores a amigos y familiares, Sienna, Coke y otros próceres consiguieron filmar entre 1917 y 1929 cerca de 80 películas mudas con argumento sin recibir un peso del Estado, según los datos que da Sienna en sus memorias.



Las cintas solían tener una temática de tintes heroicos y fueron reclutando un público cada vez más entusiasta. Pero salvo unas pocas fotos de su rodaje o algunos fotogramas, sus versiones completas están perdidas, excepto "El húsar de la muerte" (1925), que llegó a manos de Sergio Bravo, quien la restauró con gran paciencia y con la colaboración de Sienna.



Teatro, periodismo y bohemia



Desilusionado del cine por los pocos ingresos que le dejaban los empresarios fílmicos, Sienna se vuelca al teatro a partir de 1930 y se desempeña como actor y director en una serie de compañías que montaban obras sin tregua, a veces una por semana. Su dedicación al teatro la combinaba con largas trasnochadas. "Nacía una bohemia nueva y bulliciosa en los barrios obreros del sur de la urbe. La calle San Diego estaba llena de cafés y lugares de reunión. Allí se realizaba una incesante faena de creación en torno a escenarios y boliches. Los teatros más importantes eran el Esmeralda y el Coliseo, que con gran afluencia de público popular recibían una variopinta gama de artistas y espectáculos: cine, teatro, lucha grecorromana, danza, conferencias, etc.", explica Valenzuela.


Sienna, Rafael Frontaura y Daniel de la Vega (luego Premio Nacional de Literatura y Periodismo) se decían a sí mismos "los tres mosqueteros de la noche capitalina" y recorrían bajo la luna los lugares frecuentados por la bohemia santiaguina. Entre sus amigos más cercanos se contaba el periodista y escritor Víctor Domingo Silva (autor de "Golondrina de invierno") y su hermano Hugo (que escribe "Pacha Pulai"). También era cercano a pintores como Benito Rebolledo, Juan Francisco González y Camilo Mori -quien trabajó con él decorando escenarios- y escritores como D'Halmar, González Vera, Pedro Prado y Manuel Rojas.


En 1944 Sienna abandona las tablas -dijo no querer ser un actor viejo-, renuncia interrumpida cuando dirige en 1962 "Entre gallos y medianoche", de Carlos Cariola, con la actuación de Jaime Vadell y Delfina Guzmán. En las décadas del 50 y 60 su mayor dedicación será el periodismo, a través de crónicas que publica en diversos medios, en especial en "La Nación", donde también se desempeñaba como jefe del Archivo.


Novedoso material


Entre los textos que incluyen estas Obras Completas, figuran piezas de teatro escritas por Sienna, como "Las cabelleras grises", "Un disparo de revólver" y la comedia en verso "La tragedia del amor". También sus libros de poemas "Muecas en la sombra" y "Tinglado de la Farsa" -en su época se le consideró 'uno gran sonetista'- y su último libro (inédito) de poemas, "Por los caminos de ayer".


Se suman, también las obras "La caverna de los murciélagos" (un curioso texto de ciencia ficción), la biografía "La vida pintoresca de Arturo Bührle" y "Los recuerdos del soldado desconocido", inspirado en episodios que vivió su padre como militar en la Guerra del Pacífico


"La importancia de este libro radica en que junto con reeditar material muy difícil de encontrar -ya que fue publicado hace cerca de 90 años-, compila obra perdida de Sienna hasta ahora, como sus memorias concerniente a la historia del cine chileno y a teatro, de las que sólo se publicaron en el pasado algunos breves pasajes", explican los editores.


Este es sin duda, una de los puntos de mayor interés de la publicación. Su hallazgo y transcripción fue posible gracias a la generosidad de Carmen Julia Sienna, hija del cineasta, y del periodista Fernando Kri, su secretario personal y quien heredó su biblioteca y gran parte de sus papeles y fotografías. Sus escritos iluminan con amenidad la trastienda de una época extraviada de nuestro pasado cultural.

miércoles, 5 de enero de 2011

El delirante barrio de los canales

Lo que son las cosas, a veces pienso en que mi aventura adolescente, esa de dejar el periodismo estable para volverme un free lance de los barrios y de la vida, parrandear en bares, declamando poemas o sacando fotos como un eterno veinteañero que vagabundea por calles y calles, me pasará la cuenta temprano o tarde. Pero parece que no. El mundo envejece a mi alrededor y por mi inconciencia impenitente y por mi edad es como si sólo pasaran días o a lo más sólo semanas. El otro día por ejemplo, cuando caminaba por el barrio de los canales de TV para escribir esta columna, me encontré con un antiguo compañero de Universidad que hoy sale en un matinal como notero. Los años habían pasado y él se dirigía a almorzar con su esposa para volver rápido a la pega. En mañanas de invierno, cuando siento el calor de las sábanas que envuelven mi dormir post caña hasta tarde y más allá de la ventana hay un temporal de llovizna fría sobre las nacientes luces de una ciudad colapsada por la inutilidad de los pasos a bajo nivel, ahí está él, transmitiendo para el Buenos Días a Todos, con el agua hasta el cuello, entrevistando a la vecina o al poblador. Yo por mi lado apagó la tele y sigo durmiendo ¡Ídolo Christián Herren! En fin, sólo basta darse una vuelta por estos barrios para toparse con casi famosos o famosos de medio pelo, haciendo gala de una mal ganada petulancia o de una modesta fama conseguida a pulso. Desfilan ante la vista los actores del Club de la Comedia, ochentenos humoristas trasnochados, rostros de segunda línea como Teresita Reyes, la abuelita del Quique Morandé o el accidentado y pasado de moda Fabricio- que se sientan tranquilamente mientras una parvada gris de escolares en falda se acerca tímida para solicitar un autógrafo. Y es que este paisaje, este barrio glamoroso, recibe comúnmente las escenas más delirantes de patetismo adolescente. Pero da lo mismo, tenemos nuestro Hollywood criollo al fin y al cabo, y de que tiene su encanto lo tiene, por lo menos para ciertos perfiles conspicuos de casi famosos, escolares y modelos de mediana pinta o flacos medios esmirriados que andan por aquí, parados en la puerta de este pequeño oasis de estrellato en busca siempre de la oportunidad soñada, ya que en la mente de algunos en Chile las cosas funcionan igual que en las películas gringas donde el chico de pueblo, humilde y bien intencionado, llega desde la granja a la gran ciudad a triunfar. Sólo que aquí a veces no se triunfa, o si se triunfa ese pequeño y adictivo gustito rico pasa rápido. Muy rápido pero no sin antes ser anunciado con bombos y platillos en los diarios faranduleros que dicen sandeces como: Triunfa humilde pastorcita que cantaba como Madona o Niño con dislexia confunde frazada con zafrada o una tal Arenita sufrió ataque de histeria y destrozó pub a patadas. Y resulta que se le saca el jugo a la cuestión diciendo que en Chile los sueños sí son posibles y así un Farkas regala plata a la chusma hambrienta o el terrible encierro de 33 mineros se convierte en un reallity de poca monta, y se repite hasta que se vuelve penoso y humillante, pero eso no le importa a nadie, y mucho menos a ellos, los que llueva o truene están en esta eterna Inés Matte Urrejola esperando que los sueños se hagan realidad. Porque de realidad vive el hombre, aunque en definitiva soporta poca. En algún momento las luces se apagan, la intimidad del alma nos pregunta si hemos fracasado y la respuesta es sí, lo hemos hecho, pero por último con estilo y glamour. A lo mejor mi empeño en querer seguir parrandeando se entronca demasiado bien con esta idea de la vida. A lo mejor vivo la eterna espera a que llegue el momento cuando alguien me descubra y diga: Mauricio Valenzuela, eres maravilloso ¿Quieres ser famoso? Por Dios, sí, si quiero.

El Museo desmemoriado


Si supiéramos de qué enrarecida atmósfera, de qué objetos tristes está hecha la memoria de un país olvidadizo, sería tan fácil colocar un museo. Pero la nada, en todas sus formas y su cotidianidad, como las manchas en un espejo roto, nos asalta siempre ocupando todo: paisajes, rostros, vivencias y opiniones, formas que viven y mueren en la sequedad de un espacio más vacío que aquello que llamamos memoria. En vez de una certeza del pasado tenemos la ignorancia, la moda que al ritmo de bicentenarios y raitings hace series y productos aberrantes con nuestra querida historia de Chile que sufre la misma malformación que los cuentos clásicos sufrieron con las películas de Disney. Manuel Rodríguez es un Benja Vicuña, Martín Rivas un neurótico y Adiós al séptimo de línea fue verdad. Se dice lo que se quiere y además se omite deacuerdo a criterios editoriales. Hace pocos días leí una carta del Académico Pedro Godoy enviada a la dirección del Museo de la Memoria en que recalca la omisión que hacen las instalaciones ubicadas frente a Quinta Normal de otros periodos de nuestra historia que no sean la dictadura de Pinochet. Aparece la referencia a hechos como la masacre del seguro obrero –de la que Chilevisión acaba de transmitir una versión que es un insulto a cualquier memoria histórica-, o la guerra civil de 1891. Pero podemos enumerar más: la matanza de Lo Caña, Santa María de Iquique, Ranquil en que mueren 400 campesinos que luchaban por sus tierras en el Sur, los atropellos de la dictadura ibañista, las persecuciones de la ley maldita, los veteranos del 79 muriendo de hambre, la masacre de Puerto Montt en 1969 y un montón de etc. Nos basta leer libros como “Lo que supo un auditor de Guerra” de Leonidas Bravo, “Inquisición en Chile” de Touwnsend y Onel de 1932 o “Masacres en Chile” de Patricio Mans para saber que la tortura, la violencia, el soplonaje y la conspiración fueron métodos comunes y sistemáticos en pasados gobiernos también. Entonces ¿Hay que tener un espacio tan gran grande para un solo hito? ¿Por qué la otra parte tiene que reducirse a muestras itinerantes? La respuesta de la dirección del museo a Pedro Godoy fue: “Hay muchos hechos de violaciones a los DDHH en la historia de Chile, todos ellos por cierto repudiables. Sin embargo, la Fundación Museo de la Memoria, a través de su Directorio, ha definido como línea editorial de esta institución que los hechos que se exhiban en la muestra permanente contemplen sólo el período que va entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990. Lo anterior ha sido así considerando, por un lado, porque ninguno de los hitos históricos anteriores corresponden a una violación sistemática, por 17 años, de parte del Estado”.
Pienso aunque suene pesimista y algo exagerado, que nuestra historia en total es una violación sistemática a los DDHH. De todos modos el tremendo hito de un pasado fundamental y reciente no debe olvidarse y en esta línea el Museo consigue emocionar, mostrando un punto de vista íntimo, repleto de documentos, cartas, fotografías, emotivas arpilleras hechas por las madres de los que no aparecieron. Personajes entrañables como el querido José Tohá aparecen en pantallas permanentes. El espacio de tres pisos, desolado de alguna manera, luminoso, lleno de grandes extensiones de nada la mayoría del tiempo, quizás busca interpelar a esa memoria en que la historia se pierde en bastos espacios de silencio abrumador. Será este uno de los museos más grandes del país, pero la distribución de todo lo que tiene cabría perfectamente en un solo piso. Los dos que sobran podrían ser un homenaje a otras memorias. Por qué un Víctor Jara, figura central aquí no puede estar junto Antonio Ramón Ramón, obrero anarquista que vengó a su hermano asesinado en Santa María de Iquique. Quién se acuerda ahora de José Domingo Gómez Rojas que murió en un manicomio, asesinado prácticamente por agentes del Estado que destruyeron el local de la FECH en 1920.
El gran velatorio permanente que tiene este lugar en su centro y que es sin duda lo más impactante, creo que debería incluir, también, las caras de otros, para que la memoria que se exalta sea total. Recuerdo para terminar las palabras de Allende: “la memoria es nuestra y la hacen los pueblos”.

lunes, 3 de enero de 2011

Centro Cultural Gabriela Mistral ¿Hay algo que ver?

De inmediato uno piensa en esa manía que tenemos en este país de llenar de cultura, para enfrentar finalmente la vista distraída del paseante a espacios vacíos – o lo que es igual, llenos de muchedumbre que camina sin rumbo de un lado a otro para convertir aquellas grandes extensiones de perplejidad y de terreno caminado en pregunta: ¿Hay algo que ver? Recuerdo actos culturales de hace unos años donde se caminaba como ganado por el Forestal, siguiendo a la manada que iba de una parte a otra sin llegar nunca a un puerto satisfactorio, y que sólo se contentaba con ver malabaristas como los que se ponen en la luz verde del semáforo. Pero las cosas cambian, afortunadamente.
Fue mucho tiempo el que esperó el pueblo de Chile para volver a estas antiguas dependencias que hoy, luego de excesiva y correntosa agua bajo el puente histórico de nuestra vida republicana, vuelven a ser el símbolo de la apertura de las grandes alamedas. Y es que estas estructuras de cobre, los grandes ventanales, los imponentes pilares de piedra y la brisa fresca que pasa por sus espacios vacíos, es un hondo reflejo de aquel vaticinio poético dicho en La Moneda hace tantos años, y que hoy, por fin, hace eco para embellecer el lado norte de nuestra Alameda, dándole al barrio Lastarria, esnobista en sí mismo, una razón real por fin para tal atribución.
Tenemos el lugar soñado, pero aún así, luego del boon de la inauguración, llena de los artificios y pirotecnias propias del mundo cultural chilensis, la concurrencia es poca todavía. El espacio desolado que repleta nuestra vista, aquí parece contestar auspiciosa pero desgraciadamente lento a la pregunta recurrente de todo espectáculo cultural: ¿Hay algo que ver? Obviamente. Pero por lo pronto sólo podemos agradar la vista con una expo genial de fotógrafos españoles y punto. El resto es espacio, espacio para caminar, espacio para mirar la nada y sobretodo, espacio para meditar. Tantas cosas que pasaron en esta UNCTAD, Diego Portales y ahora, por fin, Gabriela Mistral. Tantas ordenes siniestras aquí dadas parecen retumbar, todavía, atemorizando al público que ha visto –creo, basándome en lo que siento- en este sitio de despojos un renuente algo de lo que fue una época miserable. Porque debajo de los disfraces aún está la oscuridad, pero, mirando más adentro de aquella sombra, en la profundidad de los cimientos, en el alma de este sitio, muy por debajo de las relucientes maderas que hoy reverberan al sol primaveral y de los malos recuerdos, hay una respuesta, un camino que indica que sólo debemos ocupar de nuevo la vieja UNCTAD, entrar a sus pasillos, pololear, conversar de lo humano y lo divino, y reírnos mientras vemos fotos, cuadros, miramos su biblioteca, oímos a nuestros poetas, respiramos el aire rico de Santiago y sentimos el futuro. Porque esta UNCTAD o Gabriela Mistral tiene la maravilla de darnos el espacio para echar a volar la mente en un laberíntico recorrido de proyectos y sueños. Y aunque hay chaqueteros que han dicho que este lugar es un elefante blanco que nació muerto, porque su gran tamaño le hará difícil ser llenado por la curiosidad del capitalino que poco engancha con un diseño tan grande, creo que estamos ante la oportunidad perfecta. Salas grandes nos darán actores grandes, espacios enromes nos darán desafíos enormes y obligaciones con aquello que tanto se hace llamar cultura pero que aquí tiene que salir a la cancha. Porque en la cancha se ven los gallos, tomémonos el Gabriela Mistral se ha dicho.

Las fotos perdidas de calle Moneda

Como ocultos intersticios que delinean un territorio de magia, podríamos catalogar algunas zonas de la ciudad que por lo común que son ante nuestra vista, súbitamente de pronto no notamos que desaparecen, y locales y casas, monumentos y costumbres desaparecen también con ellas, ante la indiferencia del público. Y es así como nadie, casi en absoluto, nota que la ciudad –aquel entramado abominable que no duerme y que tan fácilmente olvida- y sus costumbres de antaño y sus rostros y realidades, van muriendo también al ritmo abrumador del cambio. Por ejemplo, y hablando de viejas tradiciones ¿Quién recuerda hoy la fotografía pintada? Al pasar por la calle Moneda –hoy provista de poco que ver, salvo el palacio de gobierno y su cápsula de rescate para mineros y una que otra librería y placa recordatoria- se evoca el desaparecido Estudio Mattern, atendido por su dueño, W. Mattern, quien aprendió el oficio en la Alemania de la Primera Guerra, cuando con 14 años se hizo cargo del estudio donde trabajaba como ayudante porque el dueño había partido a las trincheras. Mattern, tras varias aventuras en Europa, viajó a Chile en los años 20 donde se estableció como fotógrafo y artista, instalando su clásico estudio en esta calle, por donde desfilaron muchos presidentes y personajes políticos de todos los sectores: Allende, Pinochet, Ibáñez y Alessandri entre otros fueron sus clientes. También una vez llegó aquí el Padre Hurtado quien se hizo el famoso retrato pintado que hoy se enarbola como su efigie en todas las estampitas y afiches que lo recuerdan. Podemos nombrar a Jorge Délano “Coke”, José María Caro, Clotario Blest, y un largo etc de personajes que desfilaron ante su lente sincero y fueron retocados con sus oleos. El trabajo aquí era arduo y se pintaban aproximadamente 60 retratos al mes. (Para esta nota la familia de Mattern gentilmente nos dio acceso a parte de su archivo). Pero en Santiago este estudio –aunque sí el que mejor trabajaba la calidad de pintura- no era el único. Había una vieja fábrica en calle Maruri, que era la que hacía los clásicos retratos ovalados en esos vidrios estilo bombé que son por su masiva cantidad los que más permanecen en el recuerdo de las viejas generaciones. También estaba el estudio Reimar de Manuel Escandón que junto con pintar fotos, registraba en ellas el acontecer social de nuestra vida ciudadana. Hoy poco queda de esa tradición y si no fuera por la prodigiosa maravilla de un par de artistas como Leonora Vicuña o Saida González, el viejo arte de colorear con vida la imagen congelada sería sólo otra memoria perdida en este país de memorias parciales, un Chile que como las viejas fotos necesita un poco de color que haga perdurar emociones y sentidos. La calle Moneda hoy es de todos modos un interesante paseo donde con un poco de imaginación podemos encontrar una evocación de algo pasado. Algo hay en algunas vitrinas, un no sé qué de viejo, un no sé qué que no quiere irse y que nos da un atisbo de un país coloreado con creatividad y que alguna vez existió en estos rincones.

sábado, 1 de enero de 2011

El viejo nuevo barrio Esmeralda

El cristalino caer del agua estancada de la fuente, es sin duda el característico campanilleo que da a este barrio Esmeralda un signo de identidad. Tanto así, que justo en esta plazoleta hay un escondido motel cuyo nombre –Cascada-, hace un homenaje al trino acuático de la fuente, ya que cuando uno está en pleno acto amatorio de pronto repara en la caída del agüita que desde afuera, como una música patética, repleta los oídos de insistentes gorjeos. Es común que las parejas se paren aquí y se hagan las lesas, haciendo un largo y tímido preámbulo antes de atreverse a entrar a los recintos amorosos y sus tragos de cortesía y películas porno que se ven mal. Pero este no es el punto principal que define la realidad de este curioso rincón. Aquí hay otra cosa. Una impronta semi bohemia, interesante, que de a poco, con un tesón que se nota en el auge creciente de locales nuevos de diseño y cafeterías, va formando un cuerpo cultural que se agita bullente alrededor de La Posada del Corregidor. En esta vieja construcción colonial, verdadera alma del sector, se coordinan hoy por hoy las actividades patrimoniales del grupo Cultura Mapocho que tiene en marcha toda una dinámica que invita al público, semana a semana, a tomarse la ciudad, recorriéndola en geniales tours gratuitos a cargo de expertos –periodistas e historiadores jóvenes- que se juntan en un punto especifico para partir a perderse entre los intramuros capitalinos.
Me parece que este lugar es un buen punto de inicio para introducirnos en una dinámica de recorrido urbano, ya que además de la propuesta que nos da La Posada del Corregidor, tenemos el influjo de cercanía que atrayentemente nos ofrece el centro cultural Goethe a unos metros. Además encontramos la tienda Wescoast, especializada en coleccionismo de viejas joyas del cine, así como infinidad de juguetes, historietas y souvenires que al estilo de una excéntrica tienda gringa como las que salen en las películas, nos abre una puerta a maravillarnos con una memorabilia que nos sorprende al hacerse propia. Entre los anaqueles hay revistas del Dr Mortis, primeros números de Condorito, Jungla, Capitán Júpiter y una serie de cosas más que nos traen el recuerdo de la infancia: fotos originales de la Guerra de las Galaxias, figuras de acción de He-man, trenes eléctricos, e infinidad de curiosidades que se agolpan en auténticos cerros y cerros. Hay definitivamente en este barrio un aire nuevo. Un punto decidor lo marcan las tiendas de diseño que han aflorado entre las casas viejas, con un estilo colorido, independiente. Son aire fresco en cuanto a lo que uno estaba acostumbrado en el centro lleno de multitiendas. Por ejemplo la tienda Niña Luna, atendida por sus dueñas se dedica a la venta de arte, diseño, vestuario, decoración, eligiendo con pinzas lo más top entre artistas y diseñadores jóvenes de vestuario. Otro punto alto en cuanto a Diseño Independiente lo da el Bazar Siete Seis. Igualmente atendido por sus dueñas, Rocío Contreras y Valentina Aylwin, se especializa en accesorios y exclusividades de toda índole.
La intención de estas tiendas, cuya ubicación en el sector para nada obedece a una casualidad, es rescatar el barrio, dándole un cariz nuevo, realzando los viejos colores que bullen como un sentido de vida que se abre para los curiosos, los caminantes que esperan descubrir en la ciudad un rumbo renovado, lleno de actividades al aire libre. Un rumbo que más encima nos queda a la vuelta de la esquina. Sólo nos basta bajarnos en el metro Bellas Artes y caminar hacia el poniente hasta llegar a calle Esmeralda.