lunes, 5 de noviembre de 2018

la fotografía de Mauricio Valenzuela





En ese tiempo vivíamos en una vieja pieza en una casa en ruinas mis padres y yo. El fotógrafo Felipe Riobó tenía su taller en alguna habitación de ese lugar, que estuvo y aún está en la calle Moneda 1898. Era una casa antigua, apodada el Titanic, por su forma de trasatlántico.
 Hoy hay grupos de gente que se junta allí, se disfraza y hacen un tour sobrecargado bajo el subtitulo de patrimonial: como un recorrido fantasmagórico por un pasado anterior a nuestro pasado con Mauricio y Teresa en ese lugar, es decir: un pasado donde la casona, mi vieja casa de la niñez, no era un destartalado armatoste de  piezas descoloridas, olor a pichi, llenas de mierda de gato y olor a comida. No era un gueto para indigentes ni náufragos; no era un montón de hoyos o madrigueras para ratas, ni un nido de amor miserable para amantes perseguidos por la CNI. No era un lenocinio, lleno de chinches que reventaban al sol, dejando manchitas rojas sobre la pintura descascarada de las  paredes en el color indefinible del suelo. No era un criadero de piojos. No era el último sitio para esconderse ni para vivir ni para que yo viviera, no era algo parecido a una cárcel ni un lugar lleno de gente vieja y pobre.
Era, la fastuosa presunción habitacional -un palacio auténtico- de familias ricas: el palacio de los Larraín, se llamaba o le llamaba en honor a si mismos ese viejo clan familiar que data desde cuando Chile se llamaba España; promotores incluso de la independencia, mediados, obvio que siempre por la intención de conservar la plata.
Los que están hoy ahí no son los Larraín, sino gente oscura y opaca como uno. Un grupo de la clase media destrozada que encarna ingenuamente los mismos movimientos que los ricos, se viste con la carne y el remedo de la sangre, con los trapos viejos, bastones, pañuelos, sombreros y porquerías de esa gente muerta hija de puta; ponen muebles enchapados comprados supongo por módicos pesos en algún mercadillo persa y fingen que no son lo que yo –habitante de otra versión de aquel lugar- nunca dejé de ser, y que se ve cuando los miro, ahí detrás como los labios deformados y la carnosidad ondulada y rugosa de esa piel, la herida,  la derrota, la cara fea, el diente chueco, el espacio negro que dejó el diente al caer, la mecha  tiesa, la cara de rabia, el no pertenecer nunca salvo a ese silencioso entramado raro de pasillos o de casas mal decoradas y pobres que se parecen a la mente y sus espacios borrosos en mi niñez donde lo primero que veo son las imágenes de mis padres, él, fotógrafo, ella profesora de artes plásticas en Conchalí al norte de Santiago.
Yo viví un pasado más cercano. Viví, con ambos, el de los proyectos abandonados del siglo XX, qué digo abandonados sino fracasados y destruidos, el de la dictadura y sus seres anónimos e indefensos. El de los huérfanos de Salvador Allende. El de los herederos  descarriados y miserables de Salvador Allende. El de los hijos pobres de un Salvador Allende pobrísimo pero valiente. Un Salvador Allende hecho a imagen y semejanza de nuestra ingenuidad y de nuestro corazón, es decir el mejor Salvador Allende posible.
Viví en  el tiempo en que  los años convirtieron ese palacio del centro en una pocilga para pobres venidos de regiones; caballeros solos, viejos raros, travestis, parejas homosexuales, el detritus malsano y seco, arrojado a los bordes más pencas, desde el hilvanar de las circunstancias frías, dolorosas, aleatorias y sin sentido, que ocurren en el espacio de los deseos y de las ternuras, de la muerte, del desarraigo  de la ciudad.
Así la gente como nosotros con Mauricio habitó  esos huecos, esas bocas de lobo, esos ojos agujereados, el hoyo negro de la pobreza, y se quedó ahí, sentida o resentida, hecha pedazos, esperando que pasara algo. Felipe Riobó le prestó, creo una cámara a mi papá; una cámara que le robaron y con la que junto a mi mamá y a mi, Mauricio dormía. Ponía las manos sudadas y calientes en el metal debajo de la cama o debajo de la almohada y pensaba que esa era la única manera de sacarnos de ahí, haciendo fotos.
 Dormíamos los tres en una pieza pasada a humedad; afuera  era de noche, había plantas en el balcón -a mi  vieja le gustaban las plantas-, abajo un bar, el refugio se llamaba, un tugurio lleno de gasfíter borrachos, como el maestro Lavín que perdió las Piernas en un accidente, y oficinistas y gente sola como mis padres o David Belmar que tenía una oficina absurda en esa casa con secretaria y todo. Se escuchaba el murmullo del bar por la noche, la música vieja hasta que nos dormíamos. Mi mamá pintaba con oleo. Teníamos poquísimas cosas: un acuario, unas sillas viejas, unos cajones de manzana, unos tarros desfondados, unos muebles hechos pedazos que heredamos de mi bisabuela Berta. A fuera el brillo frágil de la madera, el pasillo, los ventanales por donde entraba el sol y se moría el sol y se escondía el sol todos los días, y abajo  había un patio con una fuente seca, y puertas viejas y espacios  íntimos que mostraban el amarillo blanquecino de su dentadura enferma y podrida, llena de restos, y esos restos, de sangre,  de comida hedionda, de mierda, eran otras familias, y viejos curados y gente lisiada y viejas tuertas, y abajo  la calle y al frente casas y casas y casas viejas,  en ruinas, hechas polvo. Imágenes frías, el color gris, el color blanco, el de las piedras,  la mugre. Casas viejas con familias adentro,  familias como la mía, pobres diablos  desarraigados, metidos en el entramado minucioso de las cosas que se pudren, que no serán nunca posibles, porque aunque  la vida lo tenga todo, un buen trabajo, una buena mujer, plata, aún así puede ser mala o difícil –esto me lo dijo Felipe una vez- y si no tienes todo eso, puede ser peor.
 Mi madre como dije, era profesora. Una profesora que cuando dejó de serlo, se murió. Se enfermó primero. Se apagó y desapareció al final. Mi padre era un fotógrafo, pero en verdad los únicos estudios que terminó en su vida fueron los de electricidad automotriz en el inacap o en el duoc o en algún instituto de esos. Antes,  cuando niño fue un problemático que tenía talento para pintar y  pasó por talleres de arte  y por centros de orientación donde conoció a entrañables amigos, todos del partido comunista, con los que se metió a estudiar arte después en la Universidad de Chile; luego se cambió a teatro donde montó obras con Andrés Pérez y Reinaldo Vallejos: después vino el golpe y todo despareció. Todo se nubló, como un ojo sucio; los amigos se murieron, no se supo más y no se preguntó o no se pudo preguntar, no hizo nunca más teatro y no volvió a la universidad tampoco. Quizás le quedó el gesto simple de mirar por las calles, buscando siluetas parecidas a los amigos mientras esperaba que el paso de la vida devolviera algún resto, algún hueso seco, alguna seña.  
Hay muchos años en su vida que no me imagino; años que se me confunden en caminos solitarios, en pueblos pequeños y llenos de moteles y cocinerías, lo veo dedicado a las artesanías o pintando letreros de discotecas frente a un mar lleno de muertos, por Quintero o por Laguna Verde. Años parado en la oscuridad a la orilla de carreteras, haciendo dedo, con un morral, llegando ocasionalmente a dormir a la casa de mi abuela o a la pieza de algún amigo o a la casa de alguna polola. Y resultó que una vez mi viejo no tenía donde dormir, o porque se le acabaron los amigos o porque era muy tarde.  No teniendo donde ir entró a una exposición de pintura. Siempre me imagino aquí una sala mal iluminada donde había no mucha gente mirando cuadros no muy interesantes tampoco, pero que estaban ahí, colgados y  siguen colgados  en esta imagen donde  todo es difuso menos ellos y dos personas: mi papá entrando, poniéndose en un rincón lejos de la puerta para capear el frío de comienzos del otoño. Y mi mamá, que estaba en alguna parte, con sus vestidos sencillos y su carita de china y su sonrisa más linda. Ella que era hija de un camionero que tenía un puro camión y que más encima apoyó a la Unidad Popular. Ella que había estudiado arte y  era tan ingenua y buena persona, viuda de un asesinado de esos que fueron a parar por miles al mar o a tumbas anónimas y pobres en algún lugar que nunca sabremos.
Qué cariño le tiene uno al pasado; lo acaricia, lo reconstruye, lo mejora y lo sostiene en el  espacio  tristón de la nada, allí levanta paredes, mueve a los personajes, hace  egoístamente que hagan y deshagan, los revive con la estúpida esperanza de  reencontrarlos en sus gestos viejos o en las palabras que dijeron y que al imaginarlas son profundamente amadas, pero vacías, aire que se lleva el aire hacia la nada no más.
Mi viejo se fue esa noche con mi mamá y nunca dejaron de vivir juntos, hasta hace poco, cuando mi vieja ya con alzahimer, dejó su casa por última vez y se fue rumbo a un hogar de ancianos, antesala del cementerio general y de ese abismo de la vida que nos comerá a todos y donde todos ya no sabremos, ni nadie ya sabrá quiénes fuimos los que allí estuvimos juntos entre días olvidados.
Miro imágenes de ese tiempo; son fotos de mi viejo, en blanco y negro. Veo las maderas  chuñuscas: mi mamá calienta la comida en una cocinilla al lado de su cama. Mi papá está por ahí,  se acerca, toma una foto; en otra aparecen ellos juntos sentados en unas sillas de mimbre destartaladas. En otra aparezco yo, de guagua, enfermo, débil, pálido y ojeroso.  Vivía enfermo, abrigado, con pantis y chalecos mal combinados. Los ojos abiertos. El espacio de las cosas frente a mi, las imágenes construyéndose, las personas avanzando en el río revuelto de la vida, mi viejo llevándome al médico o al jardín infantil por calles amarillentas o grises de nuestro barrio cerca de la Plaza Brasil o a algún consultorio entre calles llenas de neblina, calles como la Avenida Matta o Arauco o Ñuble, calles llenas de ruinas y caserones desmoronándose, con puertas abiertas o huecos en la muralla, espacios que dan o daban hacia la intensa negrura de otras vidas, vidas marchitas como la nuestra, vidas pobres y tristes y pequeñas como las nuestras de mi padre, mi madre y yo, que no teníamos nada salvo ese paisaje de Santiago en que nos movíamos y que por lo demás tampoco era nuestro, era más bien el escenario de nuestra soledad y de nuestro frío y de nuestra hambre y de nuestro apego cada uno por los otros. Era el espacio de nuestras imágenes. Y mi papá tenía su cámara y sacaba fotos de todo eso. Ruinas, el brillo de la luz del sol sobre las viejas letras que decían Cine Prat, un cine de obreros que estuvo en la cuadra final de Sandiego y al que mis viejos iban durante la niñez a ver películas mexicanas o de Gardel en rotativos. Mi viejo le sacaba fotos a eso y también a la gente moviéndose de un lado a otro, como desorientada, con la cabeza inclinada hacia el silencio o hacia el vacio o hacia la soledad, en una esquina cualquiera, en algún barrio por los que él se movía con su cámara, por orillas del Mapocho, a sujetos pasando en la lejanía, detenidos hablando allá entre los peladeros de piedras y basura, entre los áridos y estériles lugares secretos de Santiago, donde  iban a botar a los muertos los huevones de la CNI, donde iban a volarse los marihuaneros, donde iba mi  viejo a caminar sin ninguna intensión salvo mirar, recorriendo líneas de tren abandonadas, recorriendo caminos sucios, cruzándose con figuras solas, conductores de  carreta, casas abandonadas, autos achicharrados, estrellados en un poste  junto a la perspectiva que se despliega contra el horizonte nebuloso de las mañanas.
Le tomaba también fotos a la ciudad, es decir al conjunto de construcciones endebles y enfermizas que existieron, que siguieron existiendo en esos años y que databan de pasados remotos, la chimba, como le decían a ese lugar que estaba al cruzar las aguas cochinas del Mapocho por el puente de los muertos, por avenida la paz, donde está el mercado Tirso de Molina o la piscina de la universidad en que se conocieron mis abuelos en 1948, o esas calles intermedias entre bellavista o patronato, o esas otras calles llenas de basura y tierra cercanas al cerro blanco y cercanas al cementerio general, peladeros de la memoria, subrepticios armatostes de adobe que  sostuvieron la vida de tanta gente que ya se murió de vejez o de amnesia junto con el resto de esa ciudad y ese país; le sacaba fotos a los amigos, a mi tío Roberto Carmona, a mi tía Delia, a mi tío Rodrigo, a nosotros nos sacaba fotos, a mí, a mi mamá. Sacaba fotos con amigos, se iban caminando juntos también por ahí por Santiago o por Cartagena y sus arrabales otrora elegantes y en ese instante, como nuestra casa y como nosotros, venidos más que a menos, con hoteles vacíos y casonas llenas de gatos y fantasmas podridos y caca de paloma.
Allí Felipe, su mejor amigo, hizo esas grandes imágenes que me fascina recordar, esas imágenes que son las mejores imágenes sobre Chile que he visto. Imágenes de Veraneos, como le llamó a ese libro maravilloso que publicó en una tirada de apenas 50 ejemplares el año 81 junto al  gran y olvidado Mario Ferrero.
Y Mauricio también tomo imágenes, imágenes de las orillas de esa playa grande y de ese rompeolas y de los juegos desvencijados; imágenes de la gente a guata pelada, con la herida a cuestas, con la vida a cuestas, con la piel a cuestas, puesta sobre los huesos y la sangre, puesta como ropa fea y colorinche, demasiado suelta o demasiado apretada. Fotos de los restos que llegaban a la orilla de la vida. Yo lo acompañaba a revelar, yo lo acompañaba mientras por horas y horas revelaba en la oscuridad de nuestra casa vieja y allí  veía aparecer la fantasmagórica realidad de esas escenas fijándose en el papel; gente sola cruzando calles ya desaparecidas; calles y más calles, lugares que configuraron otro mundo, otro espacio donde vivíamos y que ya no se parece a ninguno.
*
Dentro de todos los fotógrafos que he conocido de esos años, los de la Afi, he podido ver diversos estilos; de tanta variedad recojo dos brazos, dos clasificaciones que aunque resumidas me han servido no solo para comprender la época sino para avanzar certeramente en ese ejercicio necesario de mirar las fotos de mi papá, que es como mirar adentro mío. En primer lugar  están los de revista, que se pueden simplificar como reporteros gráficos, constantemente en búsqueda de la denuncia y de esa  gran foto, llena de argumentos y significados; el terreno de la épica de izquierda más clara y literalmente funcional a las necesarias políticas de la memoria y la construcción de su relato que con más luces que sombras, con más esperanzas que decepciones nos ha acompañado ya por más de 25 años.
Por otro lado, quienes se pueden agrupar en el espacio de una memoria más compleja, desentrañada en el riesgo acentuado de un relato y en un entramado más hondo de pensamientos y vectores que recorren caminos accidentados y desprendidos y no menos políticos que los primeros, aunque si más interesantes para mi, cuento a un pequeño grupo; no los de manifestación ni del reportaje; no los de un tema potencialmente funcional a una voluntad definida solo en el hacer política o guardar fotos para reescribir futuras épicas personales como lo han hecho un par de delincuentes espirituales que andan por ahí, sino los que lo arriesgaban todo jugando a perder definitivamente ese todo.
 Un día a mi viejo en una proyección de fotografías en que mostró una serie de imágenes desenfocadas de una paloma muerta que encontró en el entretecho de la casa, le dijeron: ¿Qué significan estas imágenes? No denuncian nada. No tienen argumento. A lo que él respondió: mis imágenes no tienen argumento, porque mi vida tampoco.
Miro las imágenes de nuevo: cines de barrio, conventillos, barriales obreros, bloques de edificios, cites, el sol sobre las cosas y los autos; murallas y postes, caminos de tierra, huellas, marcas de autos en el barro, vitrinas, muñones tristes, todo lo transitorio, veredas, gente cuya silueta se desmorona en la niebla, sombras, murallas, más autos y casas viejas, pasillos de nuestra pobre pensión en ruinas, la herida helada del Mapocho, a vista y paciencia del que pasa sin mirar sus dolores, adivinando el camino, entrando en las cosas como si las cosas y su espacio terrible fueran los días en que se vive. Pienso en Felipe Riobó y ese extraño sitio hacia donde miraba su cámara. No sostenía argumentativamente ni el desprecio ni la ternura ni la esperanza ni el odio ni la infamia ni el apego ni el dolor ni la rabia, pero, en esa sintaxis quebrada, existían juntas esas sensaciones en un perturbador espacio nuevo, impreciso, un espacio sorprendente, donde para entrar había que perderlo todo, jugar a la vida y jugar a la muerte. Pensar con los ojos y el corazón, no con la cabeza, no con el cálculo de figura, fondo, luz y argumento, no con el morbo, no buscando noticias, no buscando decir algo que se quiere decir sino algo que está, que es parte inseparable de uno; y esa es la fotografía, o por lo menos la fotografía que me interesa, la de esos fotógrafos, para mi los más valientes y trágicos, los más entrañables, los más solitarios, los fotógrafos como mi papá y Felipe Riobó, o Lucho Prieto u Oscar Witke, incluso como Oscar Witke, o Claudio Bertoni o Leonora Vicuña y otros que se me escapan; los que no miraban hacia afuera sino adentro, los que no fotografiaban el afuera sino el adentro, los que no fotografiaban la dictadura sino que fotografiaban la dictadura interior, la autocensura, el miedo en la guata, las esperanzas ingenuas y rotas de un mundo horrible, absurdo, destruido, maldito, tiste, egoísta, bello y valiente, enternecedor, solitario. De un mundo roto, sucio, marginal realmente, oscuro, hundido y pobre. Un mundo pequeño, precario, penca, sin  grandes razones ni argumentos, sufrimientos ciegos solamente, palabras sin sonido,  voces sin boca, agujeros deformes moviendo su oscuridad en la noche como un enjambre de moscas, como un corazón de moscas.  
¿Existe el tiempo? La respuesta es fácil. No existe. Lo que existe es una sensación de que las cosas pasan, mientras nos mantenemos quietos en el oblicuo y enrarecido lugar de nuestros pensamientos y nuestros empeños. ¿Existe el tiempo? Si y no. Su ilusión nos hace creer que avanzamos, su constatación real es que tenemos los ojos abiertos ante la muerte, y que todas las imágenes que vemos pasar en ese abrir y cerrar, son un suspiro de felicidad, una vida, breve apegada a toda la ternura, a todo el amor, a toda la tristeza, a todo lo que amamos y nos acompaña en cada fotografía, en cada vuelta de eso que pensamos es la realidad pero que no deja de ser una sombra de nosotros, un intento por vivir ¿Existe el tiempo? Si. Allí está ahora Mauricio Valenzuela, hace muchos años. Yo aprendo a caminar afirmado del brazo de mi mamá; al rededor el mundo sucede, corre viento por las calles viejas de Santiago. La casona de la calle Moneda 1898 está a nuestras espaldas como si fuera el tiempo y en ese tiempo viviéramos para siempre juntos. Ahí está Mauricio Valenzuela con su cámara y su cámara es el tiempo. Dentro de su cámara en las sales de plata, detenidos estamos mi madre y yo, tomados de la mano, vivos y muertos, amándonos para siempre. Ahí está  Mauricio Valenzuela, el fotógrafo, mi padre. Ahí estamos los tres y el tiempo nos borra, nos difumina, como en una foto vieja, una foto amada y triste. Una foto que es como decir el tiempo cristalizado en viejas voluntades inmóviles y que se apagan, que se detienen antes de precipitarse al vacío que seremos algún día para siempre.