En ese
tiempo vivíamos en una vieja pieza en una casa en ruinas mis padres y yo. El
fotógrafo Felipe Riobó tenía su taller en alguna habitación de ese lugar, que
estuvo y aún está en la calle Moneda 1898. Era una casa antigua, apodada el
Titanic, por su forma de trasatlántico.
Hoy hay grupos de gente que se junta allí, se
disfraza y hacen un tour sobrecargado bajo el subtitulo de patrimonial: como un
recorrido fantasmagórico por un pasado anterior a nuestro pasado con Mauricio y
Teresa en ese lugar, es decir: un pasado donde la casona, mi vieja casa de la
niñez, no era un destartalado armatoste de piezas descoloridas, olor
a pichi, llenas de mierda de gato y olor a comida. No era un gueto para
indigentes ni náufragos; no era un montón de hoyos o madrigueras para ratas, ni
un nido de amor miserable para amantes perseguidos por la CNI. No era un
lenocinio, lleno de chinches que reventaban al sol, dejando manchitas rojas
sobre la pintura descascarada de las paredes en el color indefinible
del suelo. No era un criadero de piojos. No era el último sitio para esconderse
ni para vivir ni para que yo viviera, no era algo parecido a una cárcel ni un
lugar lleno de gente vieja y pobre.
Era, la
fastuosa presunción habitacional -un palacio auténtico- de familias ricas: el
palacio de los Larraín, se llamaba o le llamaba en honor a si mismos ese viejo
clan familiar que data desde cuando Chile se llamaba España; promotores incluso
de la independencia, mediados, obvio que siempre por la intención de conservar
la plata.
Los que
están hoy ahí no son los Larraín, sino gente oscura y opaca como uno. Un grupo
de la clase media destrozada que encarna ingenuamente los mismos movimientos
que los ricos, se viste con la carne y el remedo de la sangre, con los trapos
viejos, bastones, pañuelos, sombreros y porquerías de esa gente muerta hija de
puta; ponen muebles enchapados comprados supongo por módicos pesos en algún
mercadillo persa y fingen que no son lo que yo –habitante de otra versión de
aquel lugar- nunca dejé de ser, y que se ve cuando los miro, ahí detrás como
los labios deformados y la carnosidad ondulada y rugosa de esa piel, la herida, la
derrota, la cara fea, el diente chueco, el espacio negro que dejó el diente al
caer, la mecha tiesa, la cara de rabia, el no pertenecer nunca salvo
a ese silencioso entramado raro de pasillos o de casas mal decoradas y pobres
que se parecen a la mente y sus espacios borrosos en mi niñez donde lo primero
que veo son las imágenes de mis padres, él, fotógrafo, ella profesora de artes
plásticas en Conchalí al norte de Santiago.
Yo viví
un pasado más cercano. Viví, con ambos, el de los proyectos abandonados del
siglo XX, qué digo abandonados sino fracasados y destruidos, el de la dictadura
y sus seres anónimos e indefensos. El de los huérfanos de Salvador Allende. El
de los herederos descarriados y miserables de Salvador Allende. El
de los hijos pobres de un Salvador Allende pobrísimo pero valiente. Un
Salvador Allende hecho a imagen y semejanza de nuestra ingenuidad y de nuestro
corazón, es decir el mejor Salvador Allende posible.
Viví
en el tiempo en que los años convirtieron ese palacio del
centro en una pocilga para pobres venidos de regiones; caballeros solos, viejos
raros, travestis, parejas homosexuales, el detritus malsano y seco, arrojado a
los bordes más pencas, desde el hilvanar de las circunstancias frías,
dolorosas, aleatorias y sin sentido, que ocurren en el espacio de los deseos y
de las ternuras, de la muerte, del desarraigo de la ciudad.
Así la
gente como nosotros con Mauricio habitó esos huecos, esas bocas de
lobo, esos ojos agujereados, el hoyo negro de la pobreza, y se quedó ahí,
sentida o resentida, hecha pedazos, esperando que pasara algo. Felipe Riobó le
prestó, creo una cámara a mi papá; una cámara que le robaron y con la que junto
a mi mamá y a mi, Mauricio dormía. Ponía las manos sudadas y calientes en el
metal debajo de la cama o debajo de la almohada y pensaba que esa era la única
manera de sacarnos de ahí, haciendo fotos.
Dormíamos
los tres en una pieza pasada a humedad; afuera era de noche, había
plantas en el balcón -a mi vieja le gustaban las plantas-, abajo un
bar, el refugio se llamaba, un tugurio lleno de gasfíter borrachos, como el
maestro Lavín que perdió las Piernas en un accidente, y oficinistas y gente
sola como mis padres o David Belmar que tenía una oficina absurda en esa casa
con secretaria y todo. Se escuchaba el murmullo del bar por la noche, la música
vieja hasta que nos dormíamos. Mi mamá pintaba con oleo. Teníamos poquísimas
cosas: un acuario, unas sillas viejas, unos cajones de manzana, unos tarros
desfondados, unos muebles hechos pedazos que heredamos de mi bisabuela Berta. A
fuera el brillo frágil de la madera, el pasillo, los ventanales por donde
entraba el sol y se moría el sol y se escondía el sol todos los días, y
abajo había un patio con una fuente seca, y puertas viejas y
espacios íntimos que mostraban el amarillo blanquecino de su
dentadura enferma y podrida, llena de restos, y esos restos, de
sangre, de comida hedionda, de mierda, eran otras familias, y viejos
curados y gente lisiada y viejas tuertas, y abajo la calle y al
frente casas y casas y casas viejas, en ruinas, hechas polvo.
Imágenes frías, el color gris, el color blanco, el de las piedras, la
mugre. Casas viejas con familias adentro, familias como la mía,
pobres diablos desarraigados, metidos en el entramado minucioso de
las cosas que se pudren, que no serán nunca posibles, porque
aunque la vida lo tenga todo, un buen trabajo, una buena mujer,
plata, aún así puede ser mala o difícil –esto me lo dijo Felipe una vez- y si
no tienes todo eso, puede ser peor.
Mi
madre como dije, era profesora. Una profesora que cuando dejó de serlo, se
murió. Se enfermó primero. Se apagó y desapareció al final. Mi padre era un
fotógrafo, pero en verdad los únicos estudios que terminó en su vida fueron los
de electricidad automotriz en el inacap o en el duoc o en algún instituto de
esos. Antes, cuando niño fue un problemático que tenía talento para
pintar y pasó por talleres de arte y por centros de
orientación donde conoció a entrañables amigos, todos del partido
comunista, con los que se metió a estudiar arte después en la Universidad de
Chile; luego se cambió a teatro donde montó obras con Andrés Pérez y Reinaldo
Vallejos: después vino el golpe y todo despareció. Todo se nubló, como un ojo
sucio; los amigos se murieron, no se supo más y no se preguntó o no se pudo
preguntar, no hizo nunca más teatro y no volvió a la universidad tampoco.
Quizás le quedó el gesto simple de mirar por las calles, buscando siluetas
parecidas a los amigos mientras esperaba que el paso de la vida devolviera
algún resto, algún hueso seco, alguna seña.
Hay
muchos años en su vida que no me imagino; años que se me confunden en caminos
solitarios, en pueblos pequeños y llenos de moteles y cocinerías, lo veo
dedicado a las artesanías o pintando letreros de discotecas frente a un mar
lleno de muertos, por Quintero o por Laguna Verde. Años parado en la oscuridad
a la orilla de carreteras, haciendo dedo, con un morral, llegando
ocasionalmente a dormir a la casa de mi abuela o a la pieza de algún amigo o a
la casa de alguna polola. Y resultó que una vez mi viejo no tenía donde dormir,
o porque se le acabaron los amigos o porque era muy tarde. No teniendo
donde ir entró a una exposición de pintura. Siempre me imagino aquí una sala
mal iluminada donde había no mucha gente mirando cuadros no muy interesantes
tampoco, pero que estaban ahí, colgados y siguen
colgados en esta imagen donde todo es difuso menos ellos
y dos personas: mi papá entrando, poniéndose en un rincón lejos de la puerta
para capear el frío de comienzos del otoño. Y mi mamá, que estaba en alguna
parte, con sus vestidos sencillos y su carita de china y su sonrisa más linda.
Ella que era hija de un camionero que tenía un puro camión y que más encima
apoyó a la Unidad Popular. Ella que había estudiado arte y era tan ingenua y buena persona, viuda de un
asesinado de esos que fueron a parar por miles al mar o a tumbas anónimas y
pobres en algún lugar que nunca sabremos.
Qué
cariño le tiene uno al pasado; lo acaricia, lo reconstruye, lo mejora y lo
sostiene en el espacio tristón de la nada, allí levanta
paredes, mueve a los personajes, hace egoístamente que hagan y
deshagan, los revive con la estúpida esperanza de reencontrarlos en
sus gestos viejos o en las palabras que dijeron y que al imaginarlas son
profundamente amadas, pero vacías, aire que se lleva el aire hacia la nada no
más.
Mi viejo
se fue esa noche con mi mamá y nunca dejaron de vivir juntos, hasta hace poco,
cuando mi vieja ya con alzahimer, dejó su casa por última vez y se fue rumbo a
un hogar de ancianos, antesala del cementerio general y de ese abismo de la
vida que nos comerá a todos y donde todos ya no sabremos, ni nadie ya sabrá
quiénes fuimos los que allí estuvimos juntos entre días olvidados.
Miro
imágenes de ese tiempo; son fotos de mi viejo, en blanco y negro. Veo las
maderas chuñuscas: mi mamá calienta la comida en una cocinilla al
lado de su cama. Mi papá está por ahí, se acerca, toma una foto; en
otra aparecen ellos juntos sentados en unas sillas de mimbre destartaladas. En
otra aparezco yo, de guagua, enfermo, débil, pálido y ojeroso. Vivía
enfermo, abrigado, con pantis y chalecos mal combinados. Los ojos abiertos. El
espacio de las cosas frente a mi, las imágenes construyéndose, las personas avanzando
en el río revuelto de la vida, mi viejo llevándome al médico o al jardín
infantil por calles amarillentas o grises de nuestro barrio cerca de la Plaza
Brasil o a algún consultorio entre calles llenas de neblina, calles como la
Avenida Matta o Arauco o Ñuble, calles llenas de ruinas y caserones
desmoronándose, con puertas abiertas o huecos en la muralla, espacios que dan o
daban hacia la intensa negrura de otras vidas, vidas marchitas como la nuestra,
vidas pobres y tristes y pequeñas como las nuestras de mi padre, mi madre y yo,
que no teníamos nada salvo ese paisaje de Santiago en que nos movíamos y que
por lo demás tampoco era nuestro, era más bien el escenario de nuestra soledad
y de nuestro frío y de nuestra hambre y de nuestro apego cada uno por los
otros. Era el espacio de nuestras imágenes. Y mi papá tenía su cámara y sacaba
fotos de todo eso. Ruinas, el brillo de la luz del sol sobre las viejas letras
que decían Cine Prat, un cine de obreros que estuvo en la cuadra final de
Sandiego y al que mis viejos iban durante la niñez a ver películas mexicanas o
de Gardel en rotativos. Mi viejo le sacaba fotos a eso y también a la gente
moviéndose de un lado a otro, como desorientada, con la cabeza inclinada hacia
el silencio o hacia el vacio o hacia la soledad, en una esquina cualquiera, en
algún barrio por los que él se movía con su cámara, por orillas del Mapocho, a
sujetos pasando en la lejanía, detenidos hablando allá entre los peladeros de
piedras y basura, entre los áridos y estériles lugares secretos de Santiago,
donde iban a botar a los muertos los huevones de la CNI, donde iban
a volarse los marihuaneros, donde iba mi viejo a caminar sin ninguna
intensión salvo mirar, recorriendo líneas de tren abandonadas, recorriendo
caminos sucios, cruzándose con figuras solas, conductores
de carreta, casas abandonadas, autos achicharrados, estrellados en
un poste junto a la perspectiva que se despliega contra el horizonte
nebuloso de las mañanas.
Le
tomaba también fotos a la ciudad, es decir al conjunto de construcciones
endebles y enfermizas que existieron, que siguieron existiendo en esos años y
que databan de pasados remotos, la chimba, como le decían a ese lugar que
estaba al cruzar las aguas cochinas del Mapocho por el puente de los muertos,
por avenida la paz, donde está el mercado Tirso de Molina o la piscina de la
universidad en que se conocieron mis abuelos en 1948, o esas calles intermedias
entre bellavista o patronato, o esas otras calles llenas de basura y tierra
cercanas al cerro blanco y cercanas al cementerio general, peladeros de la
memoria, subrepticios armatostes de adobe que sostuvieron la vida de
tanta gente que ya se murió de vejez o de amnesia junto con el resto de esa
ciudad y ese país; le sacaba fotos a los amigos, a mi tío Roberto Carmona, a mi
tía Delia, a mi tío Rodrigo, a nosotros nos sacaba fotos, a mí, a mi mamá.
Sacaba fotos con amigos, se iban caminando juntos también por ahí por Santiago
o por Cartagena y sus arrabales otrora elegantes y en ese instante, como
nuestra casa y como nosotros, venidos más que a menos, con hoteles vacíos y
casonas llenas de gatos y fantasmas podridos y caca de paloma.
Allí
Felipe, su mejor amigo, hizo esas grandes imágenes que me fascina recordar,
esas imágenes que son las mejores imágenes sobre Chile que he visto. Imágenes
de Veraneos, como le llamó a ese libro maravilloso que publicó en una tirada de
apenas 50 ejemplares el año 81 junto al gran y olvidado Mario
Ferrero.
Y
Mauricio también tomo imágenes, imágenes de las orillas de esa playa grande y
de ese rompeolas y de los juegos desvencijados; imágenes de la gente a guata
pelada, con la herida a cuestas, con la vida a cuestas, con la piel a cuestas,
puesta sobre los huesos y la sangre, puesta como ropa fea y colorinche,
demasiado suelta o demasiado apretada. Fotos de los restos que llegaban a la
orilla de la vida. Yo lo acompañaba a revelar, yo lo acompañaba mientras por
horas y horas revelaba en la oscuridad de nuestra casa vieja y
allí veía aparecer la fantasmagórica realidad de esas escenas
fijándose en el papel; gente sola cruzando calles ya desaparecidas; calles y
más calles, lugares que configuraron otro mundo, otro espacio donde vivíamos y
que ya no se parece a ninguno.
*
Dentro
de todos los fotógrafos que he conocido de esos años, los de la Afi, he podido
ver diversos estilos; de tanta variedad recojo dos brazos, dos clasificaciones
que aunque resumidas me han servido no solo para comprender la época sino para
avanzar certeramente en ese ejercicio necesario de mirar las fotos de mi papá,
que es como mirar adentro mío. En primer lugar están los de revista,
que se pueden simplificar como reporteros gráficos, constantemente en búsqueda
de la denuncia y de esa gran foto, llena de argumentos y
significados; el terreno de la épica de izquierda más clara y literalmente
funcional a las necesarias políticas de la memoria y la construcción de su
relato que con más luces que sombras, con más esperanzas que decepciones nos ha
acompañado ya por más de 25 años.
Por otro
lado, quienes se pueden agrupar en el espacio de una memoria más compleja,
desentrañada en el riesgo acentuado de un relato y en un entramado más hondo de
pensamientos y vectores que recorren caminos accidentados y desprendidos y no
menos políticos que los primeros, aunque si más interesantes para mi, cuento a
un pequeño grupo; no los de manifestación ni del reportaje; no los de un tema
potencialmente funcional a una voluntad definida solo en el hacer política o
guardar fotos para reescribir futuras épicas personales como lo han hecho un
par de delincuentes espirituales que andan por ahí, sino los que lo arriesgaban
todo jugando a perder definitivamente ese todo.
Un
día a mi viejo en una proyección de fotografías en que mostró una serie de
imágenes desenfocadas de una paloma muerta que encontró en el entretecho de la
casa, le dijeron: ¿Qué significan estas imágenes? No denuncian nada. No tienen
argumento. A lo que él respondió: mis imágenes no tienen argumento, porque mi
vida tampoco.
Miro las
imágenes de nuevo: cines de barrio, conventillos, barriales obreros, bloques de
edificios, cites, el sol sobre las cosas y los autos; murallas y postes,
caminos de tierra, huellas, marcas de autos en el barro, vitrinas, muñones
tristes, todo lo transitorio, veredas, gente cuya silueta se desmorona en la
niebla, sombras, murallas, más autos y casas viejas, pasillos de nuestra pobre
pensión en ruinas, la herida helada del Mapocho, a vista y paciencia del que
pasa sin mirar sus dolores, adivinando el camino, entrando en las cosas como si
las cosas y su espacio terrible fueran los días en que se vive. Pienso en
Felipe Riobó y ese extraño sitio hacia donde miraba su cámara. No sostenía
argumentativamente ni el desprecio ni la ternura ni la esperanza ni el odio ni
la infamia ni el apego ni el dolor ni la rabia, pero, en esa sintaxis quebrada,
existían juntas esas sensaciones en un perturbador espacio nuevo, impreciso, un
espacio sorprendente, donde para entrar había que perderlo todo, jugar a la
vida y jugar a la muerte. Pensar con los ojos y el corazón, no con la cabeza,
no con el cálculo de figura, fondo, luz y argumento, no con el morbo, no
buscando noticias, no buscando decir algo que se quiere decir sino algo que
está, que es parte inseparable de uno; y esa es la fotografía, o por lo menos
la fotografía que me interesa, la de esos fotógrafos, para mi los más valientes
y trágicos, los más entrañables, los más solitarios, los fotógrafos como mi
papá y Felipe Riobó, o Lucho Prieto u Oscar Witke, incluso como Oscar Witke, o
Claudio Bertoni o Leonora Vicuña y otros que se me escapan; los que no miraban
hacia afuera sino adentro, los que no fotografiaban el afuera sino el adentro,
los que no fotografiaban la dictadura sino que fotografiaban la dictadura
interior, la autocensura, el miedo en la guata, las esperanzas ingenuas y rotas
de un mundo horrible, absurdo, destruido, maldito, tiste, egoísta, bello y
valiente, enternecedor, solitario. De un mundo roto, sucio, marginal realmente,
oscuro, hundido y pobre. Un mundo pequeño, precario, penca,
sin grandes razones ni argumentos, sufrimientos ciegos solamente,
palabras sin sonido, voces sin boca, agujeros deformes moviendo su
oscuridad en la noche como un enjambre de moscas, como un corazón de
moscas.
¿Existe
el tiempo? La respuesta es fácil. No existe. Lo que existe es una sensación de
que las cosas pasan, mientras nos mantenemos quietos en el oblicuo y enrarecido
lugar de nuestros pensamientos y nuestros empeños. ¿Existe el tiempo? Si y no.
Su ilusión nos hace creer que avanzamos, su constatación real es que tenemos
los ojos abiertos ante la muerte, y que todas las imágenes que vemos pasar en
ese abrir y cerrar, son un suspiro de felicidad, una vida, breve apegada a toda
la ternura, a todo el amor, a toda la tristeza, a todo lo que amamos y nos
acompaña en cada fotografía, en cada vuelta de eso que pensamos es la realidad
pero que no deja de ser una sombra de nosotros, un intento por vivir ¿Existe el
tiempo? Si. Allí está ahora Mauricio Valenzuela, hace muchos años. Yo aprendo a
caminar afirmado del brazo de mi mamá; al rededor el mundo sucede, corre viento
por las calles viejas de Santiago. La casona de la calle Moneda 1898 está a
nuestras espaldas como si fuera el tiempo y en ese tiempo viviéramos para
siempre juntos. Ahí está Mauricio Valenzuela con su cámara y su cámara es el
tiempo. Dentro de su cámara en las sales de plata, detenidos estamos mi madre y
yo, tomados de la mano, vivos y muertos, amándonos para siempre. Ahí está Mauricio
Valenzuela, el fotógrafo, mi padre. Ahí estamos los tres y el tiempo nos borra,
nos difumina, como en una foto vieja, una foto amada y triste. Una foto que es
como decir el tiempo cristalizado en viejas voluntades inmóviles y que se
apagan, que se detienen antes de precipitarse al vacío que seremos algún día
para siempre.