Al hablar de Sergio Larraín o referirnos a sus entrañables
fotos, inmediatamente sabemos que
estamos ante lo más alto del canon, pero así mismo también presentimos una
imposibilidad. Cómo cuestionar en algo, por mínimo, al fotógrafo chileno más
importante de la historia de la fotografía chilena. Bueno, pienso que del mismo
modo en que se puede cuestionar dicho rótulo a secas, o dicho rótulo en su
relación con Larraín. Qué es la fotografía chilena, o mejor dicho a qué fotografía
chilena o a qué tradición chilena perteneció Larraín. Creo que claramente a
ninguna, siendo sin dudarlo él mismo un fundador de lo que podría considerarse
una suerte de piedra angular de algo que en él y sólo en él encontraría un
referente ineludible. Su Valparaíso, trabajo al que me referiré aquí, me
parece el contenedor gestacional de
mucho de lo que fue con los años el rotulo fotografía chilena. Pero, otra
pregunta: ¿Es Larraín un fotógrafo totalmente chileno? Sí y no. ¿Es el Larraín
de la edición de 2016 realmente un fotógrafo? Sí y no. No me quiero detener por
ahora en estas sentencias, que como todas las sentencias a muchos les parecerán
inaceptables y apelables totalmente. Hace poco llegó a mis manos la nueva
edición de Valparaíso, trabajo que se editó originalmente en un fotolibro en
1991, bajo la gran labor editorial de Agnés Sire. En esta segunda ocasión, el
libro -que ya no es un fotolibro totalmente- se estructura en base a lo que
Larraín pensó como su Valparaíso. Un Valparaíso por cierto construido de
excelentes fotografías de Valparaíso, y que como la edición del año 91 tiene
toda esa atmósfera de inquietante nostalgia, esa magia de entrañable misterio
que tienen siempre las imágenes de Larraín, pero que por otro lado adolece de
lo que sí tiene su primera edición y esta está lejos de tener. ¿Qué cosa? Pues
varias, que construyen sutilmente el Valparaíso original como un relato
fotográfico preciso: desde el menor número de páginas, la impecable elección de
imágenes, le edición justa de 45 fotografías a la que no le sobra ni le falta
nada. En fin. Decir esto por supuesto es arriesgado, ya que los elementos que
componen un relato son tan subjetivos como variados, pero, al comparar los dos
libros, la diferencia se hace absolutamente evidente. El primero está pensado
como un dispositivo que narra Valparaíso. El Valparaíso de los año 60. Oscuro y
patibulario; al borde de una pendiente vertiginosa que configura un Chile
profundo, construido paradojalmente con una narrativa que al estar seguramente
configurada bajo la escuela europea de edición fotográfica, claramente funciona
en muchos niveles: pictóricos, literarios incluso. Esto lo hace interesante.
Envolvente. Seductor.
La edición 2016 por su lado es redundante y no es aunque lo
parezca un relato que concierne únicamente a lo fotográfico, porque ya no es el
relato de un fotógrafo. Está hecha bajo el prisma del Larraín metafísico y no
el Larraín que como un vagabundo de profesión se sentaba a esperar la magia del
instante decisivo con su Leica M3 en las calles viejas y tugurios del puerto. En
las páginas está presente la pugna entre ambos. Lo que para él era el ego
-representado en la pretensión de ser fotógrafo- versus la conciencia que busca
expandirse; la liberación de la mente a través del desapego. El Satori y la
conversión a través de la búsqueda espiritual. No queda claro al final, luego
de hojear el libro con atención, cuál de los dos Larraines es el que gana, pero
si queda de manifiesto la pelea que trasciende lo fotográfico claramente y
desarticula el interesante relato del 91 para caer en un conjunto inquietante
de afirmaciones y contra afirmaciones que Larraín tiene consigo mismo en una
suerte de diario espiritual. El relato del Larraín metafísico: preguntas,
meditaciones y respuestas. Sus frases místicas -esas que están anotadas a puño
y letra en el transcurso de las 200 páginas del Valparaíso de 2016-, buscan
quizás contraponerse con sus imágenes. Cuestionar lo que está en ellas contenido. Estoy lejos de creer que
sean para complementar el libro o hacer que las fotos resalten, haciendo una
suerte de ingenuo tratado de expansión de conciencia o alguna estupidez por el
estilo. Hay algo más interesante y a la vez más duro: una búsqueda que impide
clasificar este libro como un fotolibro. Larraín, el Larraín que renunció a la
fotografía, lo convierte más bien en una suerte de repetitivo mantra que se
vuelve a ratos maravillosamente críptico, pero también esa característica hace
a veces que se vuelva tedioso. Es una interpelación constante entre el hombre
que dejó de ser fotógrafo y la leyenda de la fotografía. El monje y el artista.
Y es que este es un libro hecho por Larraín para sí mismo, no para los
lectores. Por eso no es un relato fotográfico y está en desventaja con la
edición del 91. Es más bien una suerte de bitácora metafórica de lo que fue su
búsqueda, tanto en lo fotográfico como en lo espiritual. Una libreta de apuntes
en que el conflicto entre ambas aristas de su biografía inseparables es patente.
Y seguramente por eso permaneció inédito como libro: porque no fue hecho para
ser publicado si no para otros fines. Privados. íntimos. Larraín compartió por
generosidad o lúcido desapego este proceso interior para nuestra fortuna. Sin
duda estamos ante una publicación que es una parte importante de lo aún no
dicho o no comprendido sobre quién fue Sergio Larraín. El hombre que luchó por
dejar atrás el apego, y que estuvo hasta el final en dicha búsqueda. Lograda o
no lograda, no es asunto nuestro como tampoco este libro, que si bien es cierto
no es tan bueno desde su edición como la primera tirada de hace 25 años, es más
complejo. Más valiente. Porque en él
Larraín, el monje, se atreve a perder a ratos
con el Larraín fotógrafo. En ese gesto hay sin duda una prueba de fe. La fe
sencilla del iluminado.