El fotolibro es un dispositivo de narración. Una idea, estructurada mediante la forma en la edición, cuya continuidad, organización, disposición y sentido en las páginas, se remite, más que a una fórmula rígida o inequívoca, a criterios totalmente subjetivos. Estos oscilan sobre una simple pregunta: ¿Funciona? Pero la lectura en ciertos casos no sólo depende de la edición, o su repertorio de fórmulas estéticas derivadas, sino además de ciertos elementos discursivos que potencian la lectura. En estos influyen puntos de vista tan dispersos como la intención y decisión del autor al publicar en el soporte editorial, o el momento histórico para cuyos fines fue concebida la obra; además, cómo esta es leída por el observador. Obviamente el fotolibro tiene formas más variadas que esta escueta enunciación. Es ensayo, reportaje, ficción, en algunos casos panfleto, construcción de sentido finalmente. No es catálogo. Tampoco antología.
Tiene como es de suponer lecturas volubles, que se inscriben en el espacio de memoria. Que cambian desde un punto de inflexión histórico a otro. Por ejemplo, el trabajo editado por Quimantú “El Tancazo de ese 26 de junio”, tiene al menos dos lecturas. La primera es la que se relaciona con el momento en que fue producido el libro. Editorial Quimantú como empresa estatal derivada del gobierno de Salvador Allende –y su intención de producir libros a bajo costo- intentó, en una estrategia de mostrar cómo el gobierno se mantenía firme ante el vendaval de complots que intentaban desbaratar su gestión, cómo se logró sofocar, mediante la intervención de una milicia leal a Allende, un intento de golpe anterior al 11 de septiembre. En este folleto de propaganda con una eminente propuesta fotográfica, encontramos primero un objetivo temporal, apegado a su contexto de publicación. Es denuncia y a la vez información y propaganda. Luego de este punto que sólo enunciaremos con brevedad, podemos hacer nuestra segunda lectura. Cómo, en la reescritura de la memoria que se acumula en el paso del tiempo, hay conjuntamente una relectura de la obra. Después de 40 años, ya no estamos sólo ante un folleto de propaganda o un pasquín informativo con fotos. Vemos en esas páginas además un proyecto de país fracasado bajo el peso de los acontecimientos futuros a esa fecha, el 29 de junio de 1973. El general Pinochet, hasta ese momento leal al gobierno del pueblo, aparece en una fotografía con una metralleta al hombro enfrentando a los amotinados. Junto a él el General Prat. Ambos se abrazan luego de sofocar la revuelta. Allende habla por radio desde La Moneda, pidiéndole al pueblo tener confianza en el ejército constitucional.
Aquí la lectura que podemos hacer desde este punto del tiempo, se organiza no como la historia de un hecho puntual y sus reacciones en determinado punto de la historia reciente, sino como una reescritura: la de un horror, donde además se conjuga la traición, el fracaso, la ruptura de un sueño, en fin. Parece obvio decir que el tiempo redimensiona las cosas, pero no lo es tanto en cuanto al sentido que cobran los relatos que recubren secuencias fotográficas tan impactantes como estas, ya que apelan a un contenido velado, un contenido que sólo el observador, el lector de la historia, su sobreviviente, conoce cada vez con más certeza a medida pasa el tiempo. He aquí un apunte trazado para hacernos la idea de cuál podría ser una dimensión –una de tantas, por supuesto- más amplia en cuanto a fotolibros se refiere.
En los últimos años Martin Parr sistematizó teóricamente la historia del fotolibro en su investigación de tres volúmenes The Photobook: A History. Otro tanto se hizo en Latinoamérica con el trabajo de Horacio Fernández, El Fotolibro Latinoamericano. El campo es profuso en cuanto a ejemplos de libros notables, pero pese a los esfuerzos teóricos, que más bien podríamos definirlos como un infructuoso intento crear un catálogo – con las escuetas descripciones que siempre conllevan estos- la bibliografía, aunque creciente, tiene incontables vacíos, casi inabarcables. Esto se debe a la imposibilidad de profundizar en un campo tan vasto, al bajo tiraje de los libros, su distribución escaza –algunos en círculos muy restringidos, o en un circuito casi inexistente de interesados-, etc. Observando buenos libros fuera de la biografía entregada por Fernández y pensando un poco sobre el factor de relectura enunciado anteriormente, me detendré en dos más- El primero se titula Tres años de destrucción/ El nuevo amanecer. Es igualmente un folleto de propaganda –muy parecido a Chile, Ayer y Hoy-, esta vez destinado a sustentar la dictadura sobre una burda política de desprestigio al gobierno allendista. Limpiar la imagen ante los cuestionamientos internacionales producto del golpe de estado, y presentar a la Junta de Gobierno como los salvadores del país de la “tiranía marxista”.
El dispositivo fotográfico se abre aquí para mostrarnos imágenes –extraídas de los archivos de El Mercurio y Tribuna- de una Unidad Popular caótica, con escaso apoyo ciudadano, abusiva en la posesión de abismantes arsenales y contradictoria en esta línea en su ímpetu por evitar una guerra civil; además, ostentosa en el estilo de vida desbordado de sus líderes; oscilante entre una supuesta vida de excesos y lujos de Salvador Allende y su posición pública de Presidente popular. El libro junto con hacer este burdo y bajo descrédito, por otra parte traza un casi idílico Chile dictatorial. Se ve a la junta recorrer poblaciones obreras, y ser recibida con apoyo incondicional de pobladores muy humildes que incluso aportan al nuevo régimen con sumas de dinero juntadas con esfuerzo. Se ve a Pinochet sosteniendo un plácido y amable dialogo con el cardenal Silva Henríquez. Además se le ve leyendo un discurso de agradecimiento al poder judicial, por brindarle su más irrestricta aprobación como “cuerpo de pronunciamiento militar”. Si pensamos en libros como este o el ya mencionado Chile Ayer y hoy, en el que aparecen cuadros comparativos propios de la lógica nacionalista del orden versus el desorden, del bien versus el mal, del enemigo versus el salvador, tenemos un registro similar al enunciado con anterioridad. Un cuerpo fotográfico que si bien se somete al apelativo de folleto informativo y de propaganda, con la perspectiva de los años adquiere también otro sentido. Precisamente el que lo convierte en fotolibro: es un relato, una narrativa particular e incluso poética sobre algo tremendo, en este caso: la represión, la hipocresía, los muertos enterrados bajo la tierra seca de una institucionalidad tosca y torpe, y todo lo que con ello cobrará forma con los años. Un relato sobre una sanguinaria reconstrucción nacional, que bajo la superficie acumulaba cadáveres que jamás aparecerán. La relectura es aquí perturbadora.
Un tercer trabajo que quiero citar en esta breve nota, es más específico, acotado totalmente a un número ínfimo de ejemplares. Es un librillo sin título, realizado por el fotógrafo Oscar Witke. En la secuencia, que documenta un casamiento en el registro civil de Santiago, aparece una de sus fotos icónicas, que de paso es una imagen muy conocida de la AFI.
En ella se ven las espaldas de una pareja, que camina bajo el sol de Santiago durante 1981. Son mis padres el día de su matrimonio. Ella lleva un abrigo humilde, blanco. Él, una chaqueta de mezclilla desteñida y el pelo desordenado. La interpretación de esta imagen la hago desde la relectura que me procura el conocimiento que tengo sobre sus vidas –una licencia personal y antojadiza desde luego-, ambas trastocadas para siempre por el golpe de 1973 y sus consecuencias sobre la vida de una parte de la sociedad civil. Es curioso pensar en este álbum de matrimonio como un fotolibro. Para mi sus páginas, no muchas, son la constatación de un estado existencial del espacio. Un espacio derrotado en que gravitó, por mucho tiempo, una parte de Chile. Una parte anónima y pisoteada, solitaria y pobre de este viejo país. El breve libro habla del pequeño dolor de una pareja sencilla, y de cómo, en medio de la opresión y bajo el aire enrarecido de una ciudad seca y fantasmal, existió la esperanza, por pequeña que esta hubiera sido. La relectura la hago desde el aquí, cargado del sentido que da sólo el haber sobrevivido al tiempo y la desesperanza de ese tiempo, los silencios, el agua caudalosa que pasó bajo el puente de los años, destiñendo esas páginas valientes, esas imágenes suspendidas en un lugar de mi sangre, mezcla de la sangre de aquella pareja que está inmóvil en aquel cuadro que representa un movimiento cabizbajo bajo el sol tenue de un mundo en ruinas. Un movimiento hacia la incertidumbre del futuro, sumergido en un relato tan críptico como doloroso.
En interesante pensar cómo algunas narrativas, el sentido de nuestras poéticas interiores, sólo podemos descubrirlas al mirar muy atrás, porque los atisbos que logramos en el camino son como respuestas anteriores a una pregunta que sólo tendremos al final, o en un punto ya muy adelantado del recorrido. La relectura para ello es definitivamente imprescindible; no interpretar las imágenes sólo como lo que son, sino proyectarlas en el trazado que hacemos de una imagen personal sobre ese mapa en que situamos nuestros años o nuestra memoria social. Bellos son los fotolibros que resisten estos apuntes, y estas someras conclusiones.