martes, 11 de diciembre de 2018

Roma Sandoval



Roma Sandoval

Miro las fotos de la poeta Roma Sandoval. Aparecen en un fanzine que lleva un nombre japonés. Sale  su nombre: -Roma, Sandoval, digo de nuevo, como para mí mismo-. Esta junto a otros fotógrafos jóvenes antologados bajo la misma temática ¿El desnudo? -me pregunto a mí mismo. Y me respondo:- No. aunque en esas fotos se ve la superficie blanca de varios cuerpos, que se intuyen más que se ven, como sábanas en la última oscuridad del día, es decir, en esa donde apenas el único color que se distingue es el blanco o el gris. Pese a eso, estas fotos no tienen como temática el cuerpo. Aunque en verdad sí. O mejor dicho no y si.  El cuerpo, como superficie donde se trazan las heridas. El cuerpo como soporte de lo cotidiano y por ende de lo monstruoso o de la memoria de lo monstruoso. El cuerpo como soporte del quiebre y la derrota. El cuerpo y la mancha, fundidos en el borde del abismo, como la línea  de un horizonte que se apaga de a poco. Me gustan sus fotos. Son arriesgadas. No quieren ganar nada ni  decir con grandes aspavientos nada.
En nuestra charla, una charla entre buenos amigos en verdad, buenos amigos fotógrafos, lectores de poesía por cierto, me relata que una vez vio un libro de Catalina Jüger y descubrió que sin conocerse, la fotógrafa  citó, como epígrafe, uno de sus poemas. "Quedé sorprendida por la coincidencia y de inmediato le escribí. 
 Fue muy amable y me respondió que quería regalarme sus libros. El eje de la luna y Vigilia. Tiempo después  nos reencontramos y conocimos en talleres y en el Fifv.
E.V: ¿Te estabas dedicando a la fotografía cuando la conociste?
R.S: Si. Cuando descubrí la coincidencia del poema fue hace muy poco, de hecho el año pasado.
E.V: Me llama la atención que este poema te lo hayan incluido en un libro de fotos. Es como un gesto que te dice: tu camino siempre ha tenido que ver con las imágenes. Y te lo confirma.
R.S: De hecho cuando gané el premio municipal en categoría cuento, el relato se llama apuntes sobre fotografía análoga y trata de fotografía.
E.V: ¿Y de que trata?
 R.S: No sabría explicártelo. Son apuntes de una pareja de chicos que estudiaban fotografía.
EV: ¿Y qué fue primero, la fotografía o la poesía?
R.S: La poesía fue desde siempre, desde chica. Pero comenzó a preocuparme cuando grande, cuando estudiaba comunicación audiovisual. Me gustaba porque estaba todo ligado a la imagen. La poesía no la vinculé al principio. Mi carrera era igual muy tradicional: hacer guiones, de cortometrajes y de series. Cosas muy aterrizadas. Como que no nos dejaban experimentar con el lenguaje. Si bien uno escribe desde que es chico, es cuando grande que empieza a tomarle el peso al hecho de hacer poemas. Ahí la poesía se transformó en mi salida como experimental a lo que yo estaba estudiando. Porque en poesía puedes volarte la cabeza y haces lo que quieres.
E.V: ¿En qué minuto se juntan ambas, poesía y fotografía?
R.S: Se juntan cuando terminé de estudiar comunicación audiovisual y me di cuenta que no quería dedicarme a eso y dije: pero igual me interesa la  imagen, aunque no podía conciliar, porque nunca me dije yo quiero estudiar fotografía, sino que lo mío era  la comunicación audiovisual por la imagen en movimiento. Me gustaba porque podías usar más recursos. Sonidos. Historias. La foto  siempre la había visto como parte de eso. Como un fotograma. Cuando me titulé me di cuenta: la poesía son imágenes que uno construye, y que después trata de vincular; es más allá que un libro que trata de un tema. La poesía se une en las imágenes; las imágenes tienen que estar en armonía las unas con las otras o no en armonía pero que se relacionan de alguna forma. Por lo mismo la fotografía periodística no me gusta; me salgo de ahí. Me interesa la experimentación en todo sentido, y con la imagen lo mismo. Entonces siento que la poesía se vincula porque en la foto uno puede  experimentar  y crear imágenes que se vinculan no llegando a un tema, sino representando sensaciones, evocando cosas, puedes hacer que la foto  hable sola. Ahí resolví lo que me pasaba con lo audiovisual. Siento que la foto, una serie fotográfica, puede decir más que cualquier película.
E.V: Con la edición obviamente…. Sabes, en poesía me gusta mucho lo que hace Víctor Hugo Díaz; tú lees sus poemas y un verso con el otro no se relacionan aparentemente en nada. Hay poetas que los lees y sabes en que van a terminar sus poemas, en cambio el Víctor Hugo tiene cosas muy raras, son cosas inconexas pero que se relacionan en un estrato muy particular, muy profundo, y que tiene que ver absolutamente con la experiencia. La manera de editar sus imágenes poéticas me producen una sensación igual que tus poemas; que me generan una sensación como viscosa y perturbadora. Con tus fotos me pasa lo mismo. De hecho alguien te lo comentaba en instagram: “tus fotos son como viscosas”.  El fotoperidismo es algo absolutamente explicativo y hay fotógrafos que siguen  una edición bastante lógica; en poesía y fotografía pasa lo mismo. Hay poetas que construyen  buenos y malos poemas; en foto se construyen buenas y malas ediciones. En tu caso creo que tus fotos transitan por ese mismo hilo de extrañeza por donde van tus poemas y me gustaría hablar de eso. Las ideas que te dan vuelta. Como esos lugares del medio, que no son aquí ni allá. Las cosas son y no son. Los cuerpos no son ni masculinos ni femeninos, no se está ni  vivo ni muerto.
R.V: Son visiones de vida, donde todo es y no es y puede ser. Por eso me cuesta tanto hacer fotos menos borrosas. Lo hago no por un recurso estético, en mi es porque siento que las cosas mutan, las formas cambian. Nada es lo uno ni lo otro. Lo binario no lo veo. Pienso que todo cambia constantemente; ahora creo eso, pero no sé si tendrá relación con el inicio de los poemas, esos son vivenciales, son experiencias, experiencias deformadas. Es como si mi experiencia fuera una masa que estiré para todos lados y la volví otra cosa.
E.V: El otro día hablaba con una fotógrafa sobre el tema de la certeza. Lo que tienen mucho los fotorreporteros. Hace años estuve en Lun y uno me mostraba una foto con un foco perfecto  y me  decía viste, esta es una foto buena. Los colores, el tema, etc. Después me mostraba la foto de una chica arriba de un carrusel y me decía: esta es una buena foto.  Desde una certeza  que me daba vértigo.  Carlos Rivera Segovia en  cambio nunca le mostro sus fotos a nadie en 40 años, un gesto que era todo lo contrario, que no tenía que ver con ganar sino con atreverse a perder. Eso es muy interesante. Cuando tú haces estas fotos desenfocadas es porque estás perdiendo a propósito pero también estás siendo lo más intransigente posible. No estás dando explicaciones de lo que se tratan tus cosas.
R.S: Eso es cierto. Ahí yo veo la otra relación con la poesía. La poesía siempre pierde.
E.V: Por eso bolaño dice que la poesía es más valiente que nadie
R.S: Si de todos los lenguajes tuviera que poner uno en un podio, elegiría siempre la poesía.  Aunque ahora no me dedique tanto a eso como antes, la poesía está en todo. Por lo mismo, porque siempre pierde, nunca vas a ganar, siempre vas a quedar desamparado, destruido.
E.V: Porque hay gente que siempre opta por ganar, pero hay otros a los que nos interesa también la derrota ¿Por qué la derrota interesa?  Si vivimos en un país donde si al final triunfó la dictadura, triunfaron sus grandes y retorcidos valores que se relacionan con eso de ganar siempre. Tu generación se formo en  los 90, en esa idea del país ganador. ¿Por qué si naciste en ese relato, apostar por perder?
R.S: Yo creo que esa parada de que éramos la nueva sociedad ganadora donde hay que  tener un trabajo, una carrera y ser exitoso es lo que nos vendió esto, pero nos lo vendió disfrazado. Por debajo… Por ejemplo yo no vengo de una familia acomodada y me acuerdo que en mi infancia pasamos muchas penurias, mucha escasez, después con el tiempo a mis papás les fue mejor, yo pude estudiar etc., y con el tiempo podría decir sí, soy clase media, pero yo vi esa derrota, como que la dictadura  barrió y metió toda la basura  debajo de una alfombra y  lo demás dejó toda la parte linda, pero yo vi esa basura. Existí en ese margen. Y siempre me he  sentido ahí, independiente de que estudie o trabaje y tenga cosas, yo siempre he  sentido eso; me marcó mucho ver ese margen cuando era chica y  ver incluso la frustración de ese margen, porque no solo es el tema de tener cosas, sino es como la canción de los prisiones cuando pateas piedras. Cuando estudiaba me lo decían: ustedes deben estudiar en la universidad y van a ser alguien en la vida. Si estudias vas a ser alguien en la vida, pero yo jamás me compré eso, yo simplemente lo hice porque me gustaba, pero el cuento de estudiar, tener familia y ser feliz jamás me lo compré. Entonces yo veo a muchos cercanos que si se compraron ese cuento y  ahora están todos tapados en pastillas, deprimidos, porque se vienen  dar cuenta  ahora que todo eso era mentira. Yo siempre lo vi, siempre supe que todo eso era mentira, por lo mismo quizás me gusta la derrota y existir en la derrota.  Uno postula a cosas, hace cursos y gana, pero el ejercicio de corrección es solitario y es frustrante  y siempre estas ahí en ese  agujero. De repente sale algo y dices oh, me reconocieron, pero nunca lo he visto como para hacer carrera. Ni siquiera en literatura. A mí me gusta escribir y hacer fotos y si las cosas circulan, genial pero para mí no es una carrera. Porque me gusta el margen.
E.V: Hay Mucha competencia.
R.S: Sí; es como que el mismo sistema te obliga a competir; todo está estructurado para eso, para que la gente siempre quiera más. Es una cuestión de ego.  Todas las personas que crean son igual así, un poco ególatras. Yo también me reconozco así, pero trato siempre de bajarme. Me digo, ya basta. Aunque uno se da cuenta  que lo que hace lo hace por ego: no estás salvando a nadie con la creación. No me dedico a temas sociales. Hay gente que se vincula a ciertas causas, por ejemplo algunos poetas están muy metidos en la causa mapuche u otros que reflexionan mucho sobre el sistema capitalista…
E.V: Ahora en foto está muy metido el tema de la inmigración o el feminismo
R.S: A mí me interesan esos ejes, pero no quiero caer en eso de tomarlo superficialmente. El año pasado el mismo Fifv se hizo sobre los inmigrantes; se hizo mucho, trabajos como el de Cristián Ochoa o el trabajo de los colectivos. Está bien, pero a mí no me gustaría insertarme porque el tema está de moda como entre comillas. Me gusta la vivencia y la experiencia. Si llego a esos temas por ese camino los voy a tomar. Yo me considero feminista, pero si llego a plantear un proyecto feminista es porque llegué a ese tema de otra forma, de una manera menos interesada, lo voy a hacer. Por eso no me quiero vincular a colectivos o a organizaciones. Me declaro autista, no me gusta tanto el grupo. Pienso que hacen su pega y está bien, pero no me gustaría llegar a un tema subiéndome al carro de la moda.  Siempre  me he negado.
E.V: Me imagino que abarcar los temas desde lo experiencial es muy complejo. Abarcar eso es como la alquimia. Destruir una parte de uno para crear otra parte uno, con todo el dolor que implica.
R.S: Es cierto. Me acuerdo que en un visionado me encontré con Toro Goya y vio el proyecto que estaba haciendo y me dijo algo que siempre me quedó dando vueltas y a que recurro. Me decía: porqué yo hacía proyectos tan destructivos –a él le gustó mi trabajo-. Me decía que debería explorar otros temas, otras áreas porque  de repente para ser tan joven me estaba metiendo en cosas muy pesadas, muy fuertes. Yo al principio de un tema siempre pienso: sigo o me retiro, sigo o me retiro. Uno siempre quiere indagar más, quiere llegar hasta el fondo y también quiere vivir. Uno juega  con muchas cosas, juega con el peligro, físico, integridad, pero también con el peligro emocional de vincularse a cosas así. Yo no podría hacer otras cosas o abordar la creación desde otro lugar. EN POESÍA ES LO MISMO. Por eso hay personas que me dicen, si, si me gustó pero era muy heavy, porque obviamente hay todo un proceso.
E.V: Bueno, uno busca algo de si mismo ahí, desde la falta de experiencia; estás como tratando de encontrarte con estas fotos. Un reflejo de un lugar difícil y terrible de uno. Uno lo aborda desde la completa ignorancia: se equivoca, se cae, se quiebra, llora, se involucra  y es lento.
R.S: Si, tienes que querer tanto esta idea, aferrarte tanto porque si no en el camino no lo vas a terminar. Por lo mismo porque uno se está conociendo. Ahí de repente para y se da un descanso. Después continúa. Es un desgaste emocional, mental.
E.V: Es como un viaje de autoconocimiento, como día Pedro Engel (risas). Uno quiere conocer ciertos límites y entrar a ese lugar donde encuentres algo que te refleje. Anders Petersen lo decía: entra en el horror. Además tenía una frase: tome la cámara y respire profundo. Inhale, exhale, dispare y entre al horror. Yo cuando lo hice, conseguí buenas fotos, pero salí lastimado.

R.S: Yo por eso soy selectiva en mis imágenes y con la gente con quien me involucro. Es una responsabilidad que no tomo con todo el mundo. Uno de alguna manera utiliza a la gente en esto, y por eso lo hago con personas que están conscientes de eso. Porque con cualquiera no. Solo con gente que sabe cuál es mi visión de las cosas. No se van a encontrar con sorpresas. Por lo mismo he parado de hacer fotos y he necesitaba encaminarlo.

 







lunes, 5 de noviembre de 2018

la fotografía de Mauricio Valenzuela





En ese tiempo vivíamos en una vieja pieza en una casa en ruinas mis padres y yo. El fotógrafo Felipe Riobó tenía su taller en alguna habitación de ese lugar, que estuvo y aún está en la calle Moneda 1898. Era una casa antigua, apodada el Titanic, por su forma de trasatlántico.
 Hoy hay grupos de gente que se junta allí, se disfraza y hacen un tour sobrecargado bajo el subtitulo de patrimonial: como un recorrido fantasmagórico por un pasado anterior a nuestro pasado con Mauricio y Teresa en ese lugar, es decir: un pasado donde la casona, mi vieja casa de la niñez, no era un destartalado armatoste de  piezas descoloridas, olor a pichi, llenas de mierda de gato y olor a comida. No era un gueto para indigentes ni náufragos; no era un montón de hoyos o madrigueras para ratas, ni un nido de amor miserable para amantes perseguidos por la CNI. No era un lenocinio, lleno de chinches que reventaban al sol, dejando manchitas rojas sobre la pintura descascarada de las  paredes en el color indefinible del suelo. No era un criadero de piojos. No era el último sitio para esconderse ni para vivir ni para que yo viviera, no era algo parecido a una cárcel ni un lugar lleno de gente vieja y pobre.
Era, la fastuosa presunción habitacional -un palacio auténtico- de familias ricas: el palacio de los Larraín, se llamaba o le llamaba en honor a si mismos ese viejo clan familiar que data desde cuando Chile se llamaba España; promotores incluso de la independencia, mediados, obvio que siempre por la intención de conservar la plata.
Los que están hoy ahí no son los Larraín, sino gente oscura y opaca como uno. Un grupo de la clase media destrozada que encarna ingenuamente los mismos movimientos que los ricos, se viste con la carne y el remedo de la sangre, con los trapos viejos, bastones, pañuelos, sombreros y porquerías de esa gente muerta hija de puta; ponen muebles enchapados comprados supongo por módicos pesos en algún mercadillo persa y fingen que no son lo que yo –habitante de otra versión de aquel lugar- nunca dejé de ser, y que se ve cuando los miro, ahí detrás como los labios deformados y la carnosidad ondulada y rugosa de esa piel, la herida,  la derrota, la cara fea, el diente chueco, el espacio negro que dejó el diente al caer, la mecha  tiesa, la cara de rabia, el no pertenecer nunca salvo a ese silencioso entramado raro de pasillos o de casas mal decoradas y pobres que se parecen a la mente y sus espacios borrosos en mi niñez donde lo primero que veo son las imágenes de mis padres, él, fotógrafo, ella profesora de artes plásticas en Conchalí al norte de Santiago.
Yo viví un pasado más cercano. Viví, con ambos, el de los proyectos abandonados del siglo XX, qué digo abandonados sino fracasados y destruidos, el de la dictadura y sus seres anónimos e indefensos. El de los huérfanos de Salvador Allende. El de los herederos  descarriados y miserables de Salvador Allende. El de los hijos pobres de un Salvador Allende pobrísimo pero valiente. Un Salvador Allende hecho a imagen y semejanza de nuestra ingenuidad y de nuestro corazón, es decir el mejor Salvador Allende posible.
Viví en  el tiempo en que  los años convirtieron ese palacio del centro en una pocilga para pobres venidos de regiones; caballeros solos, viejos raros, travestis, parejas homosexuales, el detritus malsano y seco, arrojado a los bordes más pencas, desde el hilvanar de las circunstancias frías, dolorosas, aleatorias y sin sentido, que ocurren en el espacio de los deseos y de las ternuras, de la muerte, del desarraigo  de la ciudad.
Así la gente como nosotros con Mauricio habitó  esos huecos, esas bocas de lobo, esos ojos agujereados, el hoyo negro de la pobreza, y se quedó ahí, sentida o resentida, hecha pedazos, esperando que pasara algo. Felipe Riobó le prestó, creo una cámara a mi papá; una cámara que le robaron y con la que junto a mi mamá y a mi, Mauricio dormía. Ponía las manos sudadas y calientes en el metal debajo de la cama o debajo de la almohada y pensaba que esa era la única manera de sacarnos de ahí, haciendo fotos.
 Dormíamos los tres en una pieza pasada a humedad; afuera  era de noche, había plantas en el balcón -a mi  vieja le gustaban las plantas-, abajo un bar, el refugio se llamaba, un tugurio lleno de gasfíter borrachos, como el maestro Lavín que perdió las Piernas en un accidente, y oficinistas y gente sola como mis padres o David Belmar que tenía una oficina absurda en esa casa con secretaria y todo. Se escuchaba el murmullo del bar por la noche, la música vieja hasta que nos dormíamos. Mi mamá pintaba con oleo. Teníamos poquísimas cosas: un acuario, unas sillas viejas, unos cajones de manzana, unos tarros desfondados, unos muebles hechos pedazos que heredamos de mi bisabuela Berta. A fuera el brillo frágil de la madera, el pasillo, los ventanales por donde entraba el sol y se moría el sol y se escondía el sol todos los días, y abajo  había un patio con una fuente seca, y puertas viejas y espacios  íntimos que mostraban el amarillo blanquecino de su dentadura enferma y podrida, llena de restos, y esos restos, de sangre,  de comida hedionda, de mierda, eran otras familias, y viejos curados y gente lisiada y viejas tuertas, y abajo  la calle y al frente casas y casas y casas viejas,  en ruinas, hechas polvo. Imágenes frías, el color gris, el color blanco, el de las piedras,  la mugre. Casas viejas con familias adentro,  familias como la mía, pobres diablos  desarraigados, metidos en el entramado minucioso de las cosas que se pudren, que no serán nunca posibles, porque aunque  la vida lo tenga todo, un buen trabajo, una buena mujer, plata, aún así puede ser mala o difícil –esto me lo dijo Felipe una vez- y si no tienes todo eso, puede ser peor.
 Mi madre como dije, era profesora. Una profesora que cuando dejó de serlo, se murió. Se enfermó primero. Se apagó y desapareció al final. Mi padre era un fotógrafo, pero en verdad los únicos estudios que terminó en su vida fueron los de electricidad automotriz en el inacap o en el duoc o en algún instituto de esos. Antes,  cuando niño fue un problemático que tenía talento para pintar y  pasó por talleres de arte  y por centros de orientación donde conoció a entrañables amigos, todos del partido comunista, con los que se metió a estudiar arte después en la Universidad de Chile; luego se cambió a teatro donde montó obras con Andrés Pérez y Reinaldo Vallejos: después vino el golpe y todo despareció. Todo se nubló, como un ojo sucio; los amigos se murieron, no se supo más y no se preguntó o no se pudo preguntar, no hizo nunca más teatro y no volvió a la universidad tampoco. Quizás le quedó el gesto simple de mirar por las calles, buscando siluetas parecidas a los amigos mientras esperaba que el paso de la vida devolviera algún resto, algún hueso seco, alguna seña.  
Hay muchos años en su vida que no me imagino; años que se me confunden en caminos solitarios, en pueblos pequeños y llenos de moteles y cocinerías, lo veo dedicado a las artesanías o pintando letreros de discotecas frente a un mar lleno de muertos, por Quintero o por Laguna Verde. Años parado en la oscuridad a la orilla de carreteras, haciendo dedo, con un morral, llegando ocasionalmente a dormir a la casa de mi abuela o a la pieza de algún amigo o a la casa de alguna polola. Y resultó que una vez mi viejo no tenía donde dormir, o porque se le acabaron los amigos o porque era muy tarde.  No teniendo donde ir entró a una exposición de pintura. Siempre me imagino aquí una sala mal iluminada donde había no mucha gente mirando cuadros no muy interesantes tampoco, pero que estaban ahí, colgados y  siguen colgados  en esta imagen donde  todo es difuso menos ellos y dos personas: mi papá entrando, poniéndose en un rincón lejos de la puerta para capear el frío de comienzos del otoño. Y mi mamá, que estaba en alguna parte, con sus vestidos sencillos y su carita de china y su sonrisa más linda. Ella que era hija de un camionero que tenía un puro camión y que más encima apoyó a la Unidad Popular. Ella que había estudiado arte y  era tan ingenua y buena persona, viuda de un asesinado de esos que fueron a parar por miles al mar o a tumbas anónimas y pobres en algún lugar que nunca sabremos.
Qué cariño le tiene uno al pasado; lo acaricia, lo reconstruye, lo mejora y lo sostiene en el  espacio  tristón de la nada, allí levanta paredes, mueve a los personajes, hace  egoístamente que hagan y deshagan, los revive con la estúpida esperanza de  reencontrarlos en sus gestos viejos o en las palabras que dijeron y que al imaginarlas son profundamente amadas, pero vacías, aire que se lleva el aire hacia la nada no más.
Mi viejo se fue esa noche con mi mamá y nunca dejaron de vivir juntos, hasta hace poco, cuando mi vieja ya con alzahimer, dejó su casa por última vez y se fue rumbo a un hogar de ancianos, antesala del cementerio general y de ese abismo de la vida que nos comerá a todos y donde todos ya no sabremos, ni nadie ya sabrá quiénes fuimos los que allí estuvimos juntos entre días olvidados.
Miro imágenes de ese tiempo; son fotos de mi viejo, en blanco y negro. Veo las maderas  chuñuscas: mi mamá calienta la comida en una cocinilla al lado de su cama. Mi papá está por ahí,  se acerca, toma una foto; en otra aparecen ellos juntos sentados en unas sillas de mimbre destartaladas. En otra aparezco yo, de guagua, enfermo, débil, pálido y ojeroso.  Vivía enfermo, abrigado, con pantis y chalecos mal combinados. Los ojos abiertos. El espacio de las cosas frente a mi, las imágenes construyéndose, las personas avanzando en el río revuelto de la vida, mi viejo llevándome al médico o al jardín infantil por calles amarillentas o grises de nuestro barrio cerca de la Plaza Brasil o a algún consultorio entre calles llenas de neblina, calles como la Avenida Matta o Arauco o Ñuble, calles llenas de ruinas y caserones desmoronándose, con puertas abiertas o huecos en la muralla, espacios que dan o daban hacia la intensa negrura de otras vidas, vidas marchitas como la nuestra, vidas pobres y tristes y pequeñas como las nuestras de mi padre, mi madre y yo, que no teníamos nada salvo ese paisaje de Santiago en que nos movíamos y que por lo demás tampoco era nuestro, era más bien el escenario de nuestra soledad y de nuestro frío y de nuestra hambre y de nuestro apego cada uno por los otros. Era el espacio de nuestras imágenes. Y mi papá tenía su cámara y sacaba fotos de todo eso. Ruinas, el brillo de la luz del sol sobre las viejas letras que decían Cine Prat, un cine de obreros que estuvo en la cuadra final de Sandiego y al que mis viejos iban durante la niñez a ver películas mexicanas o de Gardel en rotativos. Mi viejo le sacaba fotos a eso y también a la gente moviéndose de un lado a otro, como desorientada, con la cabeza inclinada hacia el silencio o hacia el vacio o hacia la soledad, en una esquina cualquiera, en algún barrio por los que él se movía con su cámara, por orillas del Mapocho, a sujetos pasando en la lejanía, detenidos hablando allá entre los peladeros de piedras y basura, entre los áridos y estériles lugares secretos de Santiago, donde  iban a botar a los muertos los huevones de la CNI, donde iban a volarse los marihuaneros, donde iba mi  viejo a caminar sin ninguna intensión salvo mirar, recorriendo líneas de tren abandonadas, recorriendo caminos sucios, cruzándose con figuras solas, conductores de  carreta, casas abandonadas, autos achicharrados, estrellados en un poste  junto a la perspectiva que se despliega contra el horizonte nebuloso de las mañanas.
Le tomaba también fotos a la ciudad, es decir al conjunto de construcciones endebles y enfermizas que existieron, que siguieron existiendo en esos años y que databan de pasados remotos, la chimba, como le decían a ese lugar que estaba al cruzar las aguas cochinas del Mapocho por el puente de los muertos, por avenida la paz, donde está el mercado Tirso de Molina o la piscina de la universidad en que se conocieron mis abuelos en 1948, o esas calles intermedias entre bellavista o patronato, o esas otras calles llenas de basura y tierra cercanas al cerro blanco y cercanas al cementerio general, peladeros de la memoria, subrepticios armatostes de adobe que  sostuvieron la vida de tanta gente que ya se murió de vejez o de amnesia junto con el resto de esa ciudad y ese país; le sacaba fotos a los amigos, a mi tío Roberto Carmona, a mi tía Delia, a mi tío Rodrigo, a nosotros nos sacaba fotos, a mí, a mi mamá. Sacaba fotos con amigos, se iban caminando juntos también por ahí por Santiago o por Cartagena y sus arrabales otrora elegantes y en ese instante, como nuestra casa y como nosotros, venidos más que a menos, con hoteles vacíos y casonas llenas de gatos y fantasmas podridos y caca de paloma.
Allí Felipe, su mejor amigo, hizo esas grandes imágenes que me fascina recordar, esas imágenes que son las mejores imágenes sobre Chile que he visto. Imágenes de Veraneos, como le llamó a ese libro maravilloso que publicó en una tirada de apenas 50 ejemplares el año 81 junto al  gran y olvidado Mario Ferrero.
Y Mauricio también tomo imágenes, imágenes de las orillas de esa playa grande y de ese rompeolas y de los juegos desvencijados; imágenes de la gente a guata pelada, con la herida a cuestas, con la vida a cuestas, con la piel a cuestas, puesta sobre los huesos y la sangre, puesta como ropa fea y colorinche, demasiado suelta o demasiado apretada. Fotos de los restos que llegaban a la orilla de la vida. Yo lo acompañaba a revelar, yo lo acompañaba mientras por horas y horas revelaba en la oscuridad de nuestra casa vieja y allí  veía aparecer la fantasmagórica realidad de esas escenas fijándose en el papel; gente sola cruzando calles ya desaparecidas; calles y más calles, lugares que configuraron otro mundo, otro espacio donde vivíamos y que ya no se parece a ninguno.
*
Dentro de todos los fotógrafos que he conocido de esos años, los de la Afi, he podido ver diversos estilos; de tanta variedad recojo dos brazos, dos clasificaciones que aunque resumidas me han servido no solo para comprender la época sino para avanzar certeramente en ese ejercicio necesario de mirar las fotos de mi papá, que es como mirar adentro mío. En primer lugar  están los de revista, que se pueden simplificar como reporteros gráficos, constantemente en búsqueda de la denuncia y de esa  gran foto, llena de argumentos y significados; el terreno de la épica de izquierda más clara y literalmente funcional a las necesarias políticas de la memoria y la construcción de su relato que con más luces que sombras, con más esperanzas que decepciones nos ha acompañado ya por más de 25 años.
Por otro lado, quienes se pueden agrupar en el espacio de una memoria más compleja, desentrañada en el riesgo acentuado de un relato y en un entramado más hondo de pensamientos y vectores que recorren caminos accidentados y desprendidos y no menos políticos que los primeros, aunque si más interesantes para mi, cuento a un pequeño grupo; no los de manifestación ni del reportaje; no los de un tema potencialmente funcional a una voluntad definida solo en el hacer política o guardar fotos para reescribir futuras épicas personales como lo han hecho un par de delincuentes espirituales que andan por ahí, sino los que lo arriesgaban todo jugando a perder definitivamente ese todo.
 Un día a mi viejo en una proyección de fotografías en que mostró una serie de imágenes desenfocadas de una paloma muerta que encontró en el entretecho de la casa, le dijeron: ¿Qué significan estas imágenes? No denuncian nada. No tienen argumento. A lo que él respondió: mis imágenes no tienen argumento, porque mi vida tampoco.
Miro las imágenes de nuevo: cines de barrio, conventillos, barriales obreros, bloques de edificios, cites, el sol sobre las cosas y los autos; murallas y postes, caminos de tierra, huellas, marcas de autos en el barro, vitrinas, muñones tristes, todo lo transitorio, veredas, gente cuya silueta se desmorona en la niebla, sombras, murallas, más autos y casas viejas, pasillos de nuestra pobre pensión en ruinas, la herida helada del Mapocho, a vista y paciencia del que pasa sin mirar sus dolores, adivinando el camino, entrando en las cosas como si las cosas y su espacio terrible fueran los días en que se vive. Pienso en Felipe Riobó y ese extraño sitio hacia donde miraba su cámara. No sostenía argumentativamente ni el desprecio ni la ternura ni la esperanza ni el odio ni la infamia ni el apego ni el dolor ni la rabia, pero, en esa sintaxis quebrada, existían juntas esas sensaciones en un perturbador espacio nuevo, impreciso, un espacio sorprendente, donde para entrar había que perderlo todo, jugar a la vida y jugar a la muerte. Pensar con los ojos y el corazón, no con la cabeza, no con el cálculo de figura, fondo, luz y argumento, no con el morbo, no buscando noticias, no buscando decir algo que se quiere decir sino algo que está, que es parte inseparable de uno; y esa es la fotografía, o por lo menos la fotografía que me interesa, la de esos fotógrafos, para mi los más valientes y trágicos, los más entrañables, los más solitarios, los fotógrafos como mi papá y Felipe Riobó, o Lucho Prieto u Oscar Witke, incluso como Oscar Witke, o Claudio Bertoni o Leonora Vicuña y otros que se me escapan; los que no miraban hacia afuera sino adentro, los que no fotografiaban el afuera sino el adentro, los que no fotografiaban la dictadura sino que fotografiaban la dictadura interior, la autocensura, el miedo en la guata, las esperanzas ingenuas y rotas de un mundo horrible, absurdo, destruido, maldito, tiste, egoísta, bello y valiente, enternecedor, solitario. De un mundo roto, sucio, marginal realmente, oscuro, hundido y pobre. Un mundo pequeño, precario, penca, sin  grandes razones ni argumentos, sufrimientos ciegos solamente, palabras sin sonido,  voces sin boca, agujeros deformes moviendo su oscuridad en la noche como un enjambre de moscas, como un corazón de moscas.  
¿Existe el tiempo? La respuesta es fácil. No existe. Lo que existe es una sensación de que las cosas pasan, mientras nos mantenemos quietos en el oblicuo y enrarecido lugar de nuestros pensamientos y nuestros empeños. ¿Existe el tiempo? Si y no. Su ilusión nos hace creer que avanzamos, su constatación real es que tenemos los ojos abiertos ante la muerte, y que todas las imágenes que vemos pasar en ese abrir y cerrar, son un suspiro de felicidad, una vida, breve apegada a toda la ternura, a todo el amor, a toda la tristeza, a todo lo que amamos y nos acompaña en cada fotografía, en cada vuelta de eso que pensamos es la realidad pero que no deja de ser una sombra de nosotros, un intento por vivir ¿Existe el tiempo? Si. Allí está ahora Mauricio Valenzuela, hace muchos años. Yo aprendo a caminar afirmado del brazo de mi mamá; al rededor el mundo sucede, corre viento por las calles viejas de Santiago. La casona de la calle Moneda 1898 está a nuestras espaldas como si fuera el tiempo y en ese tiempo viviéramos para siempre juntos. Ahí está Mauricio Valenzuela con su cámara y su cámara es el tiempo. Dentro de su cámara en las sales de plata, detenidos estamos mi madre y yo, tomados de la mano, vivos y muertos, amándonos para siempre. Ahí está  Mauricio Valenzuela, el fotógrafo, mi padre. Ahí estamos los tres y el tiempo nos borra, nos difumina, como en una foto vieja, una foto amada y triste. Una foto que es como decir el tiempo cristalizado en viejas voluntades inmóviles y que se apagan, que se detienen antes de precipitarse al vacío que seremos algún día para siempre. 








sábado, 16 de junio de 2018

Algunas palabras sobre Nicolás Wormull


Mientras lo escuchaba recordar, pensé en que hay lugares a los que uno se va sin poder volver nunca. Lugares como Suecia, que ni siquiera me imagino lo lejos que puede ser. Mientras lo escuchaba recordar pensé en que antes, en el tiempo en que  su historia transcurría, en los 80, hablar de Suecia o de algún otro país como ese, era como hablar del fin del mundo. Uno no regresa de ahí como tampoco regresa al pasado, aunque, estoy convencido, nuestro pasado  sigue transcurriendo en nosotros, en alguna parte de nosotros y quien lo habita sigue siendo uno o un fantasma de uno que revive siempre viejos dolores, viejas pérdidas, imágenes que se pliegan sobre el suelo endeble de la repetición.
A veces al revés: no es nuestro pasado el que vive en nosotros sino nosotros somos los que  vivimos ahí, pues quien vive en la realidad del aquí y el ahora no es real, sino una sombra de ese espacio para nada desde el que reflejaremos siempre un devenir solitario.
 Es raro pensar en los lugares desde los que uno no puede regresar jamás, y cuando pienso en Nicolás Wormull, pienso en eso. En que se fue a Suecia una vez, que es como decir se fue al fin del mundo, en un tiempo que sigue pasando siempre porque es un tiempo del que no se puede escapar ni regresar. Siempre será ese chico que se fue a Suecia cuando tenía como 10 y no volvió. Me acuerdo de ese poema de Víctor Hugo Díaz que dice que alguien se fue a vivir a un abismo o al fondo del mar.
Una parte de eso me identifica. Aunque yo nunca salí de Chile, siempre sí pertenecí a un lugar raro como al que se fue una vez este fotógrafo: el espacio de lo intermedio; un Chile que no era Chile, sino ese sitio de ruinas en que mis viejos –una pareja que solo pudo existir a partir de la muerte del Presidente Allende- arrastraron parte de sus vidas después del año 73.
Cuando  escuché recordar al Nicolás esa vez su infancia pensé en la mía. Pensé en un peladero. En gente derrotada. En los mancos los impedidos los tuertos. En los 80 con las mañanas tan heladas. En fin. En gente que no pertenece ni pertenecerá jamás a un sitio definido dentro de la vida.
Así me lo imagino de repente: como si una parte de uno estuviera muerta y esa silueta, la de uno mismo, que delinea esa parte, brazos piernas cabeza torso, no transitara en lugares reales sino en recuerdos o en imágenes fantasmas, frágiles e indefensas, que pasan o se desenvuelven en una fosa o en el fondo del mar.
 Qué puede ser más chileno que eso. Un país natal que es una habitación dentro de uno mismo, y dentro de esa habitación, o mejor dicho dentro de la atmosfera de esa habitación a oscuras, afuera de la que no hay absolutamente nada, el peso de las cosas, moviéndose lentas cada vez más hasta detenerse, como de improviso en una foto del sufrimiento pero también del amor: imágenes de caras que no tienen sonido, mutilaciones que conforman un sueño, cuyo relato -la locura, el apego, la ternura- se compone con lo que está en el corazón: una piscina repleta de sombras, manchas en un espejo, una jaula vacía, un sujeto de espalda orinando una muralla, el mapa de una ciudad que no reconocemos, mesas y sillas, animales muertos en medio de la nieve, habitaciones, automóviles, la hoja de una navaja, un  hombre con el torso al aire enseñando una gran cicatriz en el pecho, una pira de hojas ardiendo un día de calor, sangre en un lavamanos, el brillo del mar, una chica desnuda que observa la cámara, en fin, un poema, aunque no simplemente triste ni de amor, sino más bien una cosa que uno no sabe definir ni de la que se puede  hablar con perfecta claridad.
Recibí una vez un consejo de Nicolás. No me acuerdo cómo empezaban o terminaban sus palabras, pero de lo que me acuerdo sí era sobre qué iban: cómo fácilmente uno puede mentirse –estamos hablando de fotografía- a través de lo que hace, me dijo. De lo fácil que es: haces fotos, por ejemplo, con una cámara de mierda, y usas blanco y negro y buscas lo desgarrado -a lo Moriyama, a lo Anders Petersen, a lo  Antoine D´agata, cada uno a su manera recubre la simpleza con su pirotecnia, menos o más- y le sacas la foto a un pedazo de la calle, a un pedazo de mierda cualquiera y tienes algo, una imagen genial y maravillosa. Pero no. Tienes puro efecto o sombra para ocultar los detalles que el color no te permite falsear. El color es implacable, dice Nicolás  en mi cabeza, mientras se toma una cerveza un día de sol en Valparaíso hace unos meses, cuando nos vimos por última vez.
Nicolás vio mis primeras fotos en un taller en que varios fotógrafos dictaban cátedra una vez por semana. Ahí, cuando lo conocí, me quedó claro que seguir aquel estilo "descuidado" o en apariencia descuidado,  descuidado como podría ser el cajón de remedios de un moribundo o descuidado como podría ser la apariencia descuidada de alguien que meticulosamente trabaja en una estética, no es fácil. De repente a un montón de gente le dio por contar historias con sus cámaras: él mismo Nicolás había hecho, según creo que relató en la presentación de uno de sus libros, imágenes con una cámara que encontró en la basura. Otro fotógrafo que no recuerdo atribuía sus fotos rayadas a una cámara que intentaron robarle y cayó a un río, otro me dio cátedras del accidente fotográfico y de que su cámara  buscaba ser un indicador imperceptible de su oficio, y que por ello era siempre una cámara pequeña, de plástico, lo menos parecida  a una cámara como las cámaras que uno tiene en la cabeza y reconoce en los reporteros gráficos o en los fotógrafos que salen en las películas.
Otro fue más lejos y me  dijo que el accidente no debía suceder en la cámara sino en la cabeza. Me quedo con este último.
Es fácil mentirse cuando usas blanco y  negro, recuerdo que me dijo Nicolás, cuando usas el flash de frente y lo tiras encima de alguien, en la noche.
Más allá de hacer imágenes que parezcan crudas o aparenten eso, ya sea por el soporte o la postproducción, ya sea por  el contraste  oscurecido de las superficies, debe haber otra cosa. Esto me lo explicó hablándome de sus fotos. Es interesante cómo hay un momento en que de repente se te prende la ampolleta: como que uno entiende algo. Ese algo tiene –en este caso-, para mi que ver con las fotos de Nicolás o mejor dicho lo pude cachar a través de sus fotos y una pregunta que me hizo mientras yo había desplegado mis imágenes en la mesa de ese taller: ¿En qué parte de estas fotos estás tú? me dijo, o recuerdo ahora después de mucho tiempo que me dijo.
Miro todo esto y veo un montón de cosas que encontraste por ahí -prosigue-, pero ¿Dónde está tu mujer o tus hijos, las cosas que te pertenecen o que le pertenecen a tu camino o a las oscilaciones, a las pocas certezas, a las tragedias de tu camino? ¿Al vacío de tu camino? ¿Al dolor de tu camino? ¿A la mierda de tu camino?
Nicolás hablaba del lugar desde donde hablaba el que tomaba las fotos. Hace poco alguien me comentó sobre Torso, su último libro; un trabajo que incluye algunas imágenes que aparecen repetidas en dos publicaciones anteriores suyas.

La persona que me lo decía había asistido a la presentación en la galería Flash y según me comentaba se quedó esperando una explicación podría decirse más teórica de las fotos, una explicación, por cierto, que no tuvo y que alegó al parecer majaderamente esperar como un complemento inseparable del material que llenaba el libro. Recuerdo  aquí algo genial que dijo Catalina Juger una vez: por qué siempre la gente se queda esperando una explicación teórica de todo lo que uno hace.
 Un día voy caminando con Nicolás por Valparaíso y hablamos de esto. Me dice que su fotografía adolece de un plan; no quiere hacer política conscientemente, no espera ganar el Salón de Prensa haciendo la foto del año de los migrantes -que me vaticina acertadamente que será el tema del año entre algunos fotoreporteros-; en sus libros pueden repetirse las fotos una y mil veces -pienso- porque la trama que le importa a la manera cómo construye el orden secuencial de sus imágenes, no apela a los argumentos forzosos de una tarea: no a la vida diaria que me parece y me ha parecido siempre abominable como expresión; no a los reportajes de largo aliento (Dios me libre), que me parece otro concepto terrorífico, no a la denuncia sistemática de ningún flagelo, etc. Sus imágenes son más bien la carencia de eso.
 Sus imágenes, esa atmósfera perturbadora- a ratos deslavada, como un cuerpo disuelto en la neblina, a ratos intensamente contrastadas como un purgatorio metálico, un río metálico, la hoja de una navaja, está de más decir, no caen en el argumento por si solas ni de su estética ni de su aparente crudeza: no son crudas totalmente tampoco: son pura sinceridad, como la de los niños que son crueles sinceramente, o sinceramente crueles pueden matar o herir, o herirse por accidente, o matar pajaritos con una tijera o arrancarse un ojo mientras corren con un palillo en las manos, o matar hormigas con una lupa.
Son más que esa fórmula aparentemente simple de retratar con una cámara cutre algo que está inmóvil.
Cuando reviso Torso, su último, libro me encuentro con una fotografía a doble página de un hotel cuyo nombre es una palabra que con suerte puedo pronunciar: "Hotel  Vardshus" Transcribo eso en el buscador de Youtube y  me pillo con un reportaje hecho por una televisora local de Suecia. El sueco, ese murmullo sin vocales discernibles es ininteligible; una lenguaje hecho de agua turbia, desperdicios, rasposo y tan distante como podría ser la distancia que Suecia dista de Chile en el mapa. Pienso de nuevo en el tiempo, en el pasado, en la ausencia que atraviesa la imagen de uno y la imagen de uno que sigue pasando en  el pasado. Pienso en ese pasado. Miro de nuevo el youtube: miro el interior de ese hotel y a sus habitantes como si fueran los habitantes de un lugar imposible. Un lugar que no entiendo y que pertenece a un  estrato diferente al de la conciencia que puedo entrever como propia o clara o medianamente clara como son las palabras de un lenguaje conocido.
Si me resulta raro solo ver ese  lugar en imágenes me pregunto cómo será intentar adaptarse desde cero en un sitio cómo ese. Esa decisión seguramente debe tomarse con pocas vacilaciones. Nicolás me contó que en Suecia, al comienzo, sus únicos amigos eran los cabezas negras como él y que el enemigo eran los suecos. Entonces le pegábamos a los suecos, me dijo, y le pregunté: cómo es  pegarle a un sueco. Tienes que tener mucha decisión para hacerlo, porque los suecos son grandes y decididos. 
La primera vez que  le pegué a uno era chico y sabía que me estaban hueviando pero no entendía así que me acerqué con el cierre de la manga entre los nudillos y le di un golpe en la cara. Todo terminó rápido. Mientras el chico lloraba en el suelo yo me dije por primera vez, ah, así que las cosas se solucionan de esta manera.
  Me pongo a pensar en sus fotos de nuevo y cómo dije antes me parece que no son solo crudas; está en ellas la decisión de la violencia o la violencia como decisión estética, en absoluto inseparable de lo que  el destino le traza a la personas que emprenden en la vida la ruta solitaria de las imágenes, como un modo de cruzar un camino del que  no se puede escapar; imágenes del dolor, imágenes de lugares con nombres impronunciables, hoteles hundidos en el silencio de las carreteras y en el silencio de la mente, imágenes de seres queridos que se pierden entre esas realidades impronunciables y que quedan atrás, imágenes de lo que ya es demasiado tarde para cambiar porque no hay nada peor que demasiado tarde, imágenes entre las que se ha decidido vivir y morir con las pupilas dilatadas o negras como las de los tiburones; imágenes de lugares que no quedan en Suecia ni en Chile. Imágenes que solo pertenecen al corazón o son una corazonada o una república íntima.
Está en ellas, por supuesto, el gesto de solucionar las cosas a golpes, pero también de abrirse paso con esa valiente decisión de los inquebrantables, que son una mezcla de puro corazón y mucha ternura, que son como es Wormull: cabrones con gran corazón.
 Creo que ahí empiezan sus fotos, con esa energía. Después continúan por la senda que esa energía domina: el amor, los amigos, el apego, las peleas, el  prístino delirio de quienes se cruzan en sus días y noches; la extrañeza de los lugares a los que nunca se pertenecerá y a los que ya no se puede regresar  o de los que no se puede regresar, pero que no son menos reales que  este en el que estamos hablando.
  Lo conocí hace varios años como dije, en un taller. El taller daba vueltas en torno a la figura de Sergio Larraín; el maestro Larraín como le decían algunos, el gran fotógrafo que retrató Valparaíso, el mito. Para Nicolas Wormull no era nada de eso. "Me sorprende còmo en Chile existe la figura del maestro. Larraín el maestro. Yo no entiendo eso, no lo entendía entonces y ahora aunque me he reconciliado con Larraín, lo sigo entendiendo poco”, dice y prosigue más adelante: “en Chile hay pocos fotógrafos originales por eso; piensan poco porque siguen a muchos referentes”.
 Pienso en eso mientras escribo estas palabras y me acuerdo de Pablo de Rokha: es muy difícil seguirse así mismo. En esos lindes, siempre la derrota será un lugar donde encontrar todas esas imágenes que no entendemos pero que están ahí para completar un dialogo que no termina nunca, porque es como la vida, impreciso, a veces estéril e inútil, pero valiente, muy valiente.

 continuará





miércoles, 7 de junio de 2017

Carlos Rivera Segovia: el hombre que sabe lo que no ve.


“La mirada produce ausencias
y quizá sea mejor, antes que el instante
poner atención, ver lo que no vemos”.
Gastón Carrasco Aguilar


Dicen los viejos que hay almas en pena que siempre buscan. Transitan por ahí, intentan recuperar. Rivera me explica que quiere fotografiar lo que no ve. Lo que perdió de vista. Pienso inmediatamente en una territorialidad particular: un viejo país. Sus proyectos derrotados y héroes vencidos. Sus calles en ruinas y ya oscuras desde esta distancia de tanto tiempo. Pienso en el arraigo a lo popular y a esa ya olvidada y un día tan entrañable generosidad de lo popular que configuró alguna vez una patria.

Carlos Rivera quizás busca divisarse así mismo en sus imágenes, encontrarse en una esquina cualquiera de Valparaíso. Ver al que un día fue aparecer en ese juego oblicuo de espejos que es la memoria, donde los tiempos convergen, de ida y vuelta, en distintas edades y direcciones: el pasado, la infancia y la juventud. Su madre profesora que murió cuando él tenía 14, y que se dirigía a los de su gremio con el tan hermoso apelativo de "colegas". Su padre, fotógrafo aficionado, que no usaba flash, y que con intuición hacía retratos bellísimos, “fotos cándidas” de sus fiestas de cumpleaños o momentos familiares. Las calles por la noche abandonadas. El Cabaret Hollywood en algún lugar del puerto. Quizás Carlos Rivera -que nació en 1956- nunca salió del Lebu, buque prisión de la Armada donde como 323 militantes de izquierda fue llevado tras su detención en 1973. Escribió hace tiempo: "a Valparaíso lo aprendí como fijeza /estando en el camarote de un barco anclado en el umbral del puerto, a contrapelo de la historia/sin saberme incomunicado /y en soledad acompañado con el más perfecto y estricto de los ojos de buey que pueda tener un barco". Quizás Carlos nunca salió del Lebu y quien ha transitado por las calles de Valparaíso en estos años es un ánima. Porque las almas en pena, los mansos, los últimos perdedores, no se resignan. Carlos Rivera no se resignó, y siguió buscando algo que perdió o que pudo entrever como perdido en los días de cautiverio.  Ese Valparaíso mirado a lo lejos, como algo que no se ve y que se quiere ver. Un lugar como ese barco de prisioneros, flotando en una oscuridad rara de años e inviernos. Solo. Con su cámara. Sin mostrarle sus fotos a nadie o a casi nadie por 40 años. “El trabajo que yo hago lo hago para mí. Nunca me interesó mostrarlo hasta que decidí hacer un taller hace un par de años.  Mis fotos hasta ese entonces eran mías, eran mi modo de sobrevivir, mi rebeldía", recuerda.

 Sin amigos fotógrafos. Sin pertenencia a grupos de ningún tipo. Sin la AFI. Sin militancia. Sin figurar en la multitud de la fotografía chilena y sus antologías y anuarios, Carlos Rivera comenzó en un minuto un trabajo de largo aliento que hoy desgraciadamente sólo tiene un libro que existe en función de su alteridad de miradas con Pablo Ortiz Monasterio. Un trabajo que todavía no termina porque es imposible terminarlo. En fin. Le doy vuelta a estas ideas, mientras lo escucho hablar, sentado frente a mí en un bar viejo de la Plaza Italia de Santiago. Generosamente viajó desde Quilpué solo para compartir un rato algunas reflexiones. Recuerdo que días antes estuve leyendo sobre él algún escueto artículo en un diario virtual. El texto afirmaba algo así como que sus fotos, la mayoría tomadas en Valparaíso, estaban inspiradas directamente en el trabajo del mismo nombre hecho por Sergio Larraín en los años 60, o que Sergio Larraín era su referente directo. Le di vueltas a eso y finalmente no estuve de acuerdo para nada. Carlos me complementa: “Si vivías en la provincia en estricto rigor Larraín no existía si no tenías acceso a grandes libros. La primera vez que vi una foto suya fue en uno de estos anuarios que había de la Popular Photography. Decía, Sergio Larraín "Chiloé", como foto única. Después el libro de Valparaíso lo conocí muy tarde. Eso le debe haber pasado a muchos”.
 Desde un comienzo el vínculo me pareció una asociación tan fácil como descuidada. Si bien ambos fotografiaron el puerto, la mirada de Larraín es la de un extranjero cuya pretensión fue finalmente la fotografía como oficio y nada más. El que sostiene la cámara en su caso nos entrega un reportaje al estilo Magnum. Un Valparaíso que fuera de la fascinación estética que produce al espectador -por supuesto con toda la artificiosa complejidad de una ficción maravillosa e impecable- no habla de Sergio Larraín más allá que de un fotógrafo documentalista muy talentoso. Las fotos de Rivera, en cambio, no nos hablan de un fotógrafo totalmente. El pensamiento fotográfico, duro y sin pretensiones, está presente y acompaña su dolor, o sea el dolor de Rivera, el dolor que vio y sintió Rivera, como una anotación al pie de esa página secreta, tan al margen en absoluto de los argumentos recargados de las grandes épicas. Un dolor que se sitúa en una ruptura, en la cotidianidad más profunda de lo que significa ser o que significó ser chileno y vivir como vivió Carlos Rivera en un periodo de su vida. Un tiempo anodino y sin argumentos. Un tiempo del que nunca escaparon sus fotos, como esa frase de Enrique Lihn que dice "nunca salí del horroroso Chile".
Si tiene que ser ubicado generacionalmente en alguna coordenada, probablemente está en paralelo con ciertos fotógrafos de la AFI o de lo que llamo la otra AFI. Esos cuya mirada no se reescribió después al compás de los petitorios concertacioncitas que en la lógica de mantenerse de su capital simbólico cayeron en el desgaste y en un estancamiento. El trabajo de Rivera siempre fue valiente y por eso es contemporáneo absolutamente. Porque sus fotos estaban hechas en el vacío más profundo. En la soledad.

E.V: Veo tu trabajo de Valparaíso que me parece súper potente y pienso las fotos de Carlos Rivera Segovia guardaron un silencio demasiado largo, de muchos años, que empieza en los 70 y continúa en los 80 y 90, hasta que aparece este libro que hiciste con Pablo Ortiz Monasterio y por fin tu trabajo se publica en función o pretexto de esta alteridad de tiempos entre el siglo XX y el Valparaíso que Monasterio visitó tan fugazmente. Mucha gente relaciona tus fotos además con Larraín, porque el espacio en que ambos trabajaron es el mismo. Yo pienso mucho en el Valparaíso de ambos fotógrafos y pienso además mucho en mi Valparaíso, un lugar tan raro, un lugar al que iba a comienzos de los 90 y las calles por la noche estaban completamente vacías porque persistía en cierto sentido el toque de queda; el lugar donde se gestó el golpe y comenzaron las primeras movilizaciones armadas el 11 de septiembre, un lugar triste y con una tremenda carga simbólica políticamente, un sitio que opino en tus fotos que vivieron esos cambios difiere diametralmente del que vio Larraín que es como un turista que llegó al puerto fascinado por su estética, hizo viajes fugaces  y  aunque nos dejó un gran libro, fue solo el testimonio de alguien que no vivió un proceso más profundo. Tu trabajo en cambio habla desde el anonimato, el de la sociedad civil, habla de una vida que no es un reportaje o algo tan calculado. Existe mucho más allá de tu relación con Monasterio. También se me aparece un Valparaíso que se me hace más interesante que el de Larraín porque es más exigente y hondo. Habla de un quiebre enfrentado desde la pequeña mirada de un participante sin voz. Tú vienes de Quilpué, o sea desde la provincia. Me parece que tu voz es ese pequeño murmullo del que hablaba Jorge Teillier que dijo una vez, a razón de un viaje a su pueblo natal, “siento que no pertenezco a ningún lugar y ningún lugar me pertenece”. ¿Por qué existen tus fotos? Tienen un  quiebre, una herida que no se apega a la épica de la militancia. No te remites insistente a una pertenencia a la izquierda. Tu trabajo habla de un dolor que es transversal a los 70,  los 80 y  los 90 y que continúa siempre. Eso me interesa. Cuando te conocí me encontré además con un personaje silencioso. Si bien es cierto inmerso ya en el medio fotográfico, pero no en el epicentro sino atrás. Uno, por cierto, casi nunca se encuentra con fotógrafos como tú; gente que apela intransigente al pensamiento fotográfico como una manera de vivir, no de hacerse famoso ni de dar cátedras. Tampoco tus fotos están en función de levantar trincheras morales, con esa ética interesada que reescribe su memoria en función de ocupar  un lugar en la historia de una época. Todo eso me interesó al momento de pensar en esta entrevista o conversación.
C.R.S: Contrario a lo que se dice que la fotografía tiene que hablar por sí misma, creo que de  alguna manera los fotógrafos debieran tener una proposición del discurso. Yo creo que la imagen es con la palabra. La  fotografía es radicalmente un poema. No es la épica, pero si es un poema. El trabajo que yo hago ha sido por mucho tiempo mi manera de vivir. Comencé en los 70.Mi viejo era fotógrafo aficionado. Muy bueno. Hacía unas fotos bellísimas e intuitivas. Pertenecía al Foto Cine Club de Valparaíso. Estaban en ese ambiente además los hermanos Pellerano, vinculados al cine. Estaba la impresionante Casa Forestier, que era un centro neurálgico del tema cámaras. La recuerdo de chico. Esa fue mi aproximación: vi la cámara desde niño y por eso me fue tan natural hacer fotos siempre. En esa época los rollos duraban muchos eventos y mi viejo mandaba a revelar a la casa Forestier y llegaban tiras de prueba. Yo vi todas las fotos de familia en esas tiras. Además tenía un tío que tenía un laboratorio y me ayudaba en el tema técnico. 
Pero hay un momento en que decido abordar el ser fotógrafo seriamente. Es una decisión política que fue fundamental. El año 73, en abril, tomé mi primer curso de fotografía básica en el Foto Cine Club de Valparaíso. En esa época soñaba con el cine y vi la fotografía como una aproximación. Cumplí los 17 ese año. Vino el golpe y ya el 74 imagínate que no existía ninguna escuela de fotografía en Valparaíso ni en Chile. El mismo golpe lo vivimos en el colegio y fue un momento muy tenso. Por alguna razón vi el Tacnazo en Santiago, y desde ahí ya intuía que la cosa se venía dura contra el proyecto de la Unidad Popular. Iba a caer una bota pesada. A mí me tocó complejo, porque un poco después del golpe me tomaron preso por pertenecer al Centro de Alumnos. Yo ya era fotógrafo. Me sentía un futuro artista. 
Me llevaron al Lebu que estaba lleno de universitarios y profesores. Eso me marcó vitalmente. Mi cumpleaños es en julio y mi viejo me regaló una Leica. Ya después de septiembre estaba preso. Recuerdo que teníamos que salir a la cubierta del barco y desde ahí mirábamos Valparaíso. Cuando tú lo miras desde afuera no es Valparaíso, pero sabes que si es. Sabes lo que no ves. Esto que estoy diciendo ahora, ha sido un trabajo muy largo de entender: por qué me pasó todo esto, por qué estuve preso, por qué me torturaron, por qué todas las cosas en el fondo. Porque es parte de estar vivo, tan simple como eso. Después fue ir a Valparaíso para tratar de encontrar algo que no sé lo que es todavía, porque aún me puedo perder allí, sin saber qué hora es, dando vueltas por las noches.
EV: Es interesante eso de saber lo que no ves…
CRS: Sé lo que no veo y quiero llegar a eso que no sé lo que es tampoco. Es paradójico. Eso lo conecto con una idea del secreto poético, de lo que tienes que descubrir. Ese es el secreto. Es mi muerte, es mi dolor, es mis otros, mi sueño, es algo que tampoco puedes ver al primer encuentro, es una espera, es estar ahí. Es eso. Es el trabajo de largo tiempo. Hoy las cosas se hacen demasiado rápido. Existe la lógica neoliberal de ganar, de hacerse famoso luego con el efectismo de ciertas fórmulas, algo que se ve mucho en varios jóvenes fotógrafos (...) Un tiempo fotografié ciegos. Fue en algún sentido una traducción del haber estado preso, interrogado y con capucha. Ver qué es lo que tratan de ver, o ver qué es lo que no ven. Un día Rodrigo Gómez Rovira, a quien se lo agradezco, me preguntó insistiendo,  por qué fotografiaba ciegos y yo pensé en todo eso. 

La emoción de creer en lo que se ve sin saber lo que es eso.

Siempre distingo dos AFI, aunque claramente había dentro varios grupos más, pero básicamente hago la distinción entre dos. Una era la de los militantes que hacían registro para revistas de izquierda sobre la dictadura y la represión, pero con un pensamiento fotográfico que estaba en segundo lugar o aparecía por añadidura, ya que su objetivo era más bien la denuncia de lo que estaba pasando. La otra AFI era una ceñida a la fotografía estrictamente como un modo de vivir  -el pensamiento fotográfico en primer lugar- y no de denunciar, o por lo menos no de una manera tan literal. En ese registro estaba la cotidianidad; lo que pasaba a la vista de todo el mundo: el rio Mapocho, la niebla de las mañanas en Santiago, los bares que fotografiaba la Leonora Vicuña, Cartagena de Felipe Riobó, el barrio Yungay de Leonardo Infante, Oscar Wittke, Mauricio Valenzuela, Lucho Prieto, Claudio Bertoni, etc. No estaba la gran épica pero si el dolor. El dolor ciego, sin argumentos. Creo que si tuviera que ubicar a Carlos Rivera en algún lugar generacionalmente sería ahí. Fotógrafos que en esos años hacían fotografía sin tener un plan y en una soledad total. Se me vienen a la cabeza un par de trabajos que por ejemplo en ese tiempo calcularon una proyección para el futuro, y cuyos autores hoy están haciendo una  reescritura de sus fotos y de su significado remitiéndose con insistencia a una militancia que en ese tiempo no fue tan consiente, estructurada ni tan lúcida como pretenden venderla ahora. En las fotos de Rivera si bien existe la dictadura como abismo de fondo, esta se muestra desde una sociedad civil absolutamente anónima, que no tiene palabras tan grandilocuentes para describir el dolor ni el apego ni la desesperación. Hay una reescritura, pero no desde lo panfletario, sino desde una búsqueda que trasciende la fotografía misma y entra por rutas si bien muy dolorosas tremendamente bellas. Sus fotos son señales de rutas dejadas en el desierto, en un lugar que no verá nadie y por eso su Valparaíso es un lugar tan único. “Para hacer fotos allí -reflexiona Rivera- es necesario creer en lo que se ve, sin exactamente saber qué es eso, como un tiempo propio, de ahí que se trate de descubrir un gesto, un acto, un mirar, un instante de esplendor por así decirlo de la humanidad entre el otro y mi yo, que lo registro con una cámara. Otros podrán pintarlo, otros escribirlo, a mí me interesa fotografiarlo. Esto no es solo un tema de técnica, ni de geometría ordenando el espacio, ni de rectángulos visionarios, ni de querer ganarle a la vida o a la muerte, es de un instante que se detiene para siempre, que se quiso o se quiere revelar”.
EV: Fotografías como las tuyas de Valparaíso me hacen un eco súper heavy, porque en ellas está Chile. Hay una parte de un Chile que existió y que se ve como si fueran ruinas en tus imágenes, que te sitúan en una territorialidad quebrada. Está eso y también hay un velo que separa al fotógrafo de las cosas. El fotógrafo entre ellas se mueve tratando de encontrar un viejo mundo que nunca más volverá a encontrar, un sentido que se olvidó de sí mismo.
CRS: Yo creo que uno se puede encontrar eso que se vivió, que se supo que existía, pero está, al igual que la ciudad, en personas que casi son ruinas, y para encontrarlas hay que hacer un trabajo de disección profundo. Esas personas son los últimos perdedores que hay, perdedores de verdad en el fondo. Yo creo que eso aún subsiste en muchas partes de este Chile, algo que tiene que ver con los mansos. En los mansos está eso. Pero, cómo encuentras un manso hoy día. Es muy difícil. Cuando yo he fotografiado de verdad es porque yo estoy ahí. No es mi cámara ni la luz. Soy yo. Valparaíso es una ingenuidad maravillosa, algo que pasa sólo en ese lugar. Es mi descenso. Hay una fotografía de 1973, que es de mis primeras tomas en Valparaíso, de antes del 11, y que tiene muchos defectos pero es inicial: es un otro que habita el cerro y está en condición de bajante, baja al plan, desciende a la "ciudad". No estoy seguro que en Valparaíso los cerros sean "ciudad", la ciudad y sus modernidades se dieron y se siguen dando únicamente en el plan. Quizás fueron los ascensores las cuñas que en un acto frenético de creatividad y poética urbana permitieron una cierta conectividad con la "no-ciudad" conformada por todos los cerros, así también lo fueron las escalas difíciles. El porteño "puro" vive los cerros y desciende a su necesario, diario y maravilloso infierno, como el Dante. Hay gente que me ha dicho que mis fotos son documentos. Yo nunca he pensado en documentar porque cuando lo haces significa que estás  afuera o estás invitado a algo. 
En un momento de la charla, Rivera se levanta de su asiento y extiende sobre la mesa un libro, más bien la maqueta de un libro. Su libro: Valparaíso. Me relata  con entusiasmo que está trabajándolo en una autoedición. Pasa las páginas y ahí están sus fotos. Reposan al centro de hojas en blanco, con su honda modestia pero también con su toda su generosidad. La sensación indescriptible de emoción que producen las buenas imágenes. Diagramadas con intuición y talento. Son las fotos tomadas por un habitante nimio de las grandes cosas, pienso. Valparaíso, ciudad del viento, decía Joaquín Edwards Bello. Carlos Rivera es como eso: un habitante del viento. Ese viento tan especial del puerto, un vívido aliento de las cosas que han pasado y que como dice Rivera hoy son las ruinas de los últimos perdedores, de los mansos.  Cosas que reposan en el espacio disecado de lo inmóvil y de ahí miran como miles de ojos, como ventanitas, como casas montadas en esa arquitectura rara que es ese puerto loco del que hablaba Neruda, con sus criminales callejones y encrucijadas. Pienso con entusiasmo en ver  ese trabajo concluido y me  despido de él con ese pensamiento. Un pensamiento que me hace feliz.