Mientras lo escuchaba
recordar, pensé en que hay lugares a los que uno se va sin poder volver nunca.
Lugares como Suecia, que ni siquiera me imagino lo lejos que puede ser.
Mientras lo escuchaba recordar pensé en que antes, en el tiempo en que su historia transcurría, en los 80, hablar de
Suecia o de algún otro país como ese, era como hablar del fin del mundo. Uno
no regresa de ahí como tampoco regresa
al pasado, aunque, estoy convencido, nuestro pasado sigue transcurriendo en nosotros, en alguna
parte de nosotros y quien lo habita sigue siendo uno o un fantasma de uno que
revive siempre viejos dolores, viejas pérdidas, imágenes que se pliegan sobre
el suelo endeble de la repetición.
A veces al revés: no es nuestro pasado el que vive en nosotros sino nosotros somos los que vivimos ahí, pues quien vive en la realidad del aquí y el ahora no es real, sino una sombra de ese espacio para nada desde el que reflejaremos siempre un devenir solitario.
A veces al revés: no es nuestro pasado el que vive en nosotros sino nosotros somos los que vivimos ahí, pues quien vive en la realidad del aquí y el ahora no es real, sino una sombra de ese espacio para nada desde el que reflejaremos siempre un devenir solitario.
Es raro pensar en los lugares desde los que
uno no puede regresar jamás, y cuando pienso en Nicolás Wormull, pienso en eso.
En que se fue a Suecia una vez, que es como decir se fue al fin del mundo, en
un tiempo que sigue pasando siempre porque es un tiempo del que no se puede
escapar ni regresar. Siempre será ese chico que se fue a Suecia cuando tenía
como 10 y no volvió. Me acuerdo de ese poema de Víctor Hugo Díaz que dice que alguien se fue a vivir a un abismo o al fondo del mar.
Una parte de eso me
identifica. Aunque yo nunca salí de Chile, siempre sí pertenecí a un lugar raro
como al que se fue una vez este fotógrafo: el espacio de lo intermedio; un
Chile que no era Chile, sino ese sitio de ruinas en que mis viejos –una pareja
que solo pudo existir a partir de la muerte del Presidente Allende- arrastraron parte de sus vidas después del año 73.
Cuando escuché
recordar al Nicolás esa vez su infancia pensé en la mía. Pensé en un peladero.
En gente derrotada. En los mancos los impedidos los tuertos. En los 80 con las
mañanas tan heladas. En fin. En gente que no pertenece ni pertenecerá jamás a un sitio definido dentro de la vida.
Así me lo imagino de
repente: como si una parte de uno estuviera muerta y esa silueta, la de uno
mismo, que delinea esa parte, brazos piernas cabeza torso, no transitara en
lugares reales sino en recuerdos o en imágenes fantasmas, frágiles e
indefensas, que pasan o se desenvuelven en una fosa o en el fondo del mar.
Qué
puede ser más chileno que eso. Un país natal que es una habitación dentro de
uno mismo, y dentro de esa habitación, o mejor dicho dentro de la atmosfera de
esa habitación a oscuras, afuera de la que no hay absolutamente nada, el peso
de las cosas, moviéndose lentas cada vez más hasta detenerse, como de improviso
en una foto del sufrimiento pero también del amor: imágenes de caras que no tienen sonido, mutilaciones que conforman
un sueño, cuyo relato -la locura, el apego, la ternura- se compone con
lo que está en el corazón: una piscina repleta de sombras, manchas en un
espejo, una jaula vacía, un sujeto de espalda orinando una muralla, el mapa de
una ciudad que no reconocemos, mesas y sillas, animales muertos en medio de la
nieve, habitaciones, automóviles, la hoja de una navaja, un hombre con el
torso al aire enseñando una gran cicatriz en el pecho, una pira de hojas
ardiendo un día de calor, sangre en un lavamanos, el brillo del mar, una chica
desnuda que observa la cámara, en fin, un poema, aunque no simplemente triste
ni de amor, sino más bien una cosa que uno no sabe definir ni de la que se
puede hablar con perfecta claridad.
Recibí
una vez un consejo de Nicolás. No me acuerdo cómo empezaban o terminaban sus
palabras, pero de lo que me acuerdo sí era sobre qué iban: cómo fácilmente uno
puede mentirse –estamos hablando de fotografía- a través de lo que hace, me
dijo. De lo fácil que es: haces fotos, por ejemplo, con una cámara de mierda, y
usas blanco y negro y buscas lo desgarrado -a lo Moriyama, a lo Anders
Petersen, a lo Antoine D´agata, cada uno a su manera recubre la simpleza
con su pirotecnia, menos o más- y le sacas la foto a un pedazo de la calle, a
un pedazo de mierda cualquiera y tienes algo, una imagen genial y maravillosa.
Pero no. Tienes puro efecto o sombra para ocultar los detalles que el color no
te permite falsear. El color es implacable, dice Nicolás en mi cabeza,
mientras se toma una cerveza un día de sol en Valparaíso hace unos meses,
cuando nos vimos por última vez.
Nicolás
vio mis primeras fotos en un taller en que varios fotógrafos dictaban cátedra
una vez por semana. Ahí, cuando lo conocí, me quedó claro que seguir aquel
estilo "descuidado" o en apariencia descuidado, descuidado como
podría ser el cajón de remedios de un moribundo o descuidado como podría ser la
apariencia descuidada de alguien que meticulosamente trabaja en una estética,
no es fácil. De repente a un montón de gente le dio por contar historias con
sus cámaras: él mismo Nicolás había hecho, según creo que relató en la
presentación de uno de sus libros, imágenes con una cámara que encontró en la
basura. Otro fotógrafo que no recuerdo atribuía sus fotos rayadas a una cámara
que intentaron robarle y cayó a un río, otro me dio cátedras del accidente
fotográfico y de que su cámara buscaba ser un indicador imperceptible de
su oficio, y que por ello era siempre una cámara pequeña, de plástico, lo menos
parecida a una cámara como las cámaras que uno tiene en la cabeza y
reconoce en los reporteros gráficos o en los fotógrafos que salen en las
películas.
Otro fue más lejos y
me dijo que el accidente no debía suceder en la cámara sino en la cabeza.
Me quedo con este último.
Es fácil mentirse cuando
usas blanco y negro, recuerdo que me dijo Nicolás, cuando usas el flash
de frente y lo tiras encima de alguien, en la noche.
Más allá de hacer imágenes
que parezcan crudas o aparenten eso, ya sea por el soporte o la postproducción,
ya sea por el contraste oscurecido de las superficies, debe haber
otra cosa. Esto me lo explicó hablándome de sus fotos. Es interesante cómo hay
un momento en que de repente se te prende la ampolleta: como que uno entiende
algo. Ese algo tiene –en este caso-, para mi que ver con las fotos de Nicolás o
mejor dicho lo pude cachar a través de sus fotos y una pregunta que me hizo
mientras yo había desplegado mis imágenes en la mesa de ese taller: ¿En qué
parte de estas fotos estás tú? me dijo, o recuerdo ahora después de mucho
tiempo que me dijo.
Miro todo esto y veo un
montón de cosas que encontraste por ahí -prosigue-, pero ¿Dónde está tu mujer o
tus hijos, las cosas que te pertenecen o que le pertenecen a tu camino o a las
oscilaciones, a las pocas certezas, a las tragedias de tu camino? ¿Al vacío de
tu camino? ¿Al dolor de tu camino? ¿A la mierda de tu camino?
Nicolás hablaba del lugar
desde donde hablaba el que tomaba las fotos. Hace poco alguien me comentó sobre
Torso, su último libro; un trabajo que incluye algunas imágenes que aparecen
repetidas en dos publicaciones anteriores suyas.
La
persona que me lo decía había asistido a la presentación en la galería Flash y
según me comentaba se quedó esperando una explicación podría decirse más
teórica de las fotos, una explicación, por cierto, que no tuvo y que alegó al
parecer majaderamente esperar como un complemento inseparable del material que
llenaba el libro. Recuerdo aquí algo
genial que dijo Catalina Juger una vez: por qué siempre la gente se queda
esperando una explicación teórica de todo lo que uno hace.
Un
día voy caminando con Nicolás por Valparaíso y hablamos de esto. Me dice que su
fotografía adolece de un plan; no quiere hacer política conscientemente, no
espera ganar el Salón de Prensa haciendo la foto del año de los migrantes -que
me vaticina acertadamente que será el tema del año entre algunos
fotoreporteros-; en sus libros pueden repetirse las fotos una y mil veces
-pienso- porque la trama que le importa a la manera cómo construye el orden
secuencial de sus imágenes, no apela a los argumentos forzosos de una tarea: no
a la vida diaria que me parece y me ha parecido siempre abominable como
expresión; no a los reportajes de largo aliento (Dios me libre), que me parece
otro concepto terrorífico, no a la denuncia sistemática de ningún flagelo, etc.
Sus imágenes son más bien la carencia de eso.
Sus imágenes, esa
atmósfera perturbadora- a ratos deslavada, como un cuerpo disuelto en la
neblina, a ratos intensamente contrastadas como un purgatorio metálico, un río
metálico, la hoja de una navaja, está de más decir, no caen en el argumento por
si solas ni de su estética ni de su aparente crudeza: no son crudas totalmente
tampoco: son pura sinceridad, como la de los niños que son crueles
sinceramente, o sinceramente crueles pueden matar o herir, o herirse por
accidente, o matar pajaritos con una tijera o arrancarse un ojo mientras corren
con un palillo en las manos, o matar hormigas con una lupa.
Son más que esa fórmula
aparentemente simple de retratar con una cámara cutre algo que está inmóvil.
Cuando reviso Torso, su
último, libro me encuentro con una fotografía a doble página de un hotel cuyo
nombre es una palabra que con suerte puedo pronunciar: "Hotel Vardshus"
Transcribo eso en el buscador de Youtube y me pillo con un reportaje
hecho por una televisora local de Suecia. El sueco, ese murmullo sin vocales
discernibles es ininteligible; una lenguaje hecho de agua turbia, desperdicios,
rasposo y tan distante como podría ser la distancia que Suecia dista de Chile
en el mapa. Pienso de nuevo en el tiempo, en el pasado, en la ausencia que
atraviesa la imagen de uno y la imagen de uno que sigue pasando en el pasado. Pienso en ese pasado. Miro de nuevo
el youtube: miro el interior de ese hotel y a sus habitantes como si fueran los
habitantes de un lugar imposible. Un lugar que no entiendo y que pertenece a
un estrato diferente al de la conciencia que puedo entrever como propia o
clara o medianamente clara como son las palabras de un lenguaje conocido.
Si me resulta raro solo
ver ese lugar en imágenes me pregunto cómo será intentar adaptarse desde
cero en un sitio cómo ese. Esa decisión seguramente debe tomarse con pocas
vacilaciones. Nicolás me contó que en Suecia, al comienzo, sus únicos amigos
eran los cabezas negras como él y que el enemigo eran los suecos. Entonces le
pegábamos a los suecos, me dijo, y le pregunté: cómo es pegarle a un
sueco. Tienes que tener mucha decisión para hacerlo, porque los suecos son
grandes y decididos.
La primera vez que
le pegué a uno era chico y sabía que me estaban hueviando pero no entendía así
que me acerqué con el cierre de la manga entre los nudillos y le di un golpe en
la cara. Todo terminó rápido. Mientras el chico lloraba en el suelo yo me dije
por primera vez, ah, así que las cosas se solucionan de esta manera.
Me
pongo a pensar en sus fotos de nuevo y cómo dije antes me parece que no son
solo crudas; está en ellas la decisión de la violencia o la violencia como
decisión estética, en absoluto inseparable de lo que el destino le traza
a la personas que emprenden en la vida la ruta solitaria de las imágenes, como
un modo de cruzar un camino del que no se puede escapar; imágenes del
dolor, imágenes de lugares con nombres impronunciables, hoteles hundidos en el
silencio de las carreteras y en el silencio de la mente, imágenes de seres
queridos que se pierden entre esas realidades impronunciables y que quedan
atrás, imágenes de lo que ya es demasiado tarde para cambiar porque no hay nada
peor que demasiado tarde, imágenes entre las que se ha decidido vivir y morir con
las pupilas dilatadas o negras como las de los tiburones; imágenes de lugares
que no quedan en Suecia ni en Chile. Imágenes que solo pertenecen al corazón o
son una corazonada o una república íntima.
Está en ellas, por
supuesto, el gesto de solucionar las cosas a golpes, pero también de abrirse
paso con esa valiente decisión de los inquebrantables, que son una mezcla de
puro corazón y mucha ternura, que son como es Wormull: cabrones con gran
corazón.
Creo que ahí
empiezan sus fotos, con esa energía. Después continúan por la senda que esa
energía domina: el amor, los amigos, el apego, las peleas, el prístino
delirio de quienes se cruzan en sus días y noches; la extrañeza de los lugares
a los que nunca se pertenecerá y a los que ya no se puede regresar o de los que no se puede regresar, pero que
no son menos reales que este en el que
estamos hablando.
Lo conocí hace
varios años como dije, en un taller. El taller daba vueltas en torno a la
figura de Sergio Larraín; el maestro Larraín como le decían algunos, el gran
fotógrafo que retrató Valparaíso, el mito. Para Nicolas Wormull no era nada de
eso. "Me sorprende còmo en Chile existe la figura del maestro. Larraín el
maestro. Yo no entiendo eso, no lo entendía entonces y ahora aunque me he
reconciliado con Larraín, lo sigo entendiendo poco”, dice y prosigue más
adelante: “en Chile hay pocos fotógrafos originales por eso; piensan poco
porque siguen a muchos referentes”.
Pienso en eso mientras escribo estas palabras
y me acuerdo de Pablo de Rokha: es muy difícil seguirse así mismo. En esos
lindes, siempre la derrota será un lugar donde encontrar todas esas imágenes
que no entendemos pero que están ahí para completar un dialogo que no termina
nunca, porque es como la vida, impreciso, a veces estéril e inútil, pero
valiente, muy valiente.
continuará
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