lunes, 9 de enero de 2017

Sobre VALPARAISO de Sergio Larrain.



Al hablar de Sergio Larraín o referirnos a sus entrañables fotos, inmediatamente  sabemos que estamos ante lo más alto del canon, pero así mismo también presentimos una imposibilidad. Cómo cuestionar en algo, por mínimo, al fotógrafo chileno más importante de la historia de la fotografía chilena. Bueno, pienso que del mismo modo en que se puede cuestionar dicho rótulo a secas, o dicho rótulo en su relación con Larraín. Qué es la fotografía chilena, o mejor dicho a qué fotografía chilena o a qué tradición chilena perteneció Larraín. Creo que claramente a ninguna, siendo sin dudarlo él mismo un fundador de lo que podría considerarse una suerte de piedra angular de algo que en él y sólo en él encontraría un referente ineludible. Su Valparaíso, trabajo al que me referiré aquí, me parece  el contenedor gestacional de mucho de lo que fue con los años el rotulo fotografía chilena. Pero, otra pregunta: ¿Es Larraín un fotógrafo totalmente chileno? Sí y no. ¿Es el Larraín de la edición de 2016 realmente un fotógrafo? Sí y no. No me quiero detener por ahora en estas sentencias, que como todas las sentencias a muchos les parecerán inaceptables y apelables totalmente. Hace poco llegó a mis manos la nueva edición de Valparaíso, trabajo que se editó originalmente en un fotolibro en 1991, bajo la gran labor editorial de Agnés Sire. En esta segunda ocasión, el libro -que ya no es un fotolibro totalmente- se estructura en base a lo que Larraín pensó como su Valparaíso. Un Valparaíso por cierto construido de excelentes fotografías de Valparaíso, y que como la edición del año 91 tiene toda esa atmósfera de inquietante nostalgia, esa magia de entrañable misterio que tienen siempre las imágenes de Larraín, pero que por otro lado adolece de lo que sí tiene su primera edición y esta está lejos de tener. ¿Qué cosa? Pues varias, que construyen sutilmente el Valparaíso original como un relato fotográfico preciso: desde el menor número de páginas, la impecable elección de imágenes, le edición justa de 45 fotografías a la que no le sobra ni le falta nada. En fin. Decir esto por supuesto es arriesgado, ya que los elementos que componen un relato son tan subjetivos como variados, pero, al comparar los dos libros, la diferencia se hace absolutamente evidente. El primero está pensado como un dispositivo que narra Valparaíso. El Valparaíso de los año 60. Oscuro y patibulario; al borde de una pendiente vertiginosa que configura un Chile profundo, construido paradojalmente con una narrativa que al estar seguramente configurada bajo la escuela europea de edición fotográfica, claramente funciona en muchos niveles: pictóricos, literarios incluso. Esto lo hace interesante. Envolvente. Seductor.
La edición 2016 por su lado es redundante y no es aunque lo parezca un relato que concierne únicamente a lo fotográfico, porque ya no es el relato de un fotógrafo. Está hecha bajo el prisma del Larraín metafísico y no el Larraín que como un vagabundo de profesión se sentaba a esperar la magia del instante decisivo con su Leica M3 en las calles viejas y tugurios del puerto. En las páginas está presente la pugna entre ambos. Lo que para él era el ego -representado en la pretensión de ser fotógrafo- versus la conciencia que busca expandirse; la liberación de la mente a través del desapego. El Satori y la conversión a través de la búsqueda espiritual. No queda claro al final, luego de hojear el libro con atención, cuál de los dos Larraines es el que gana, pero si queda de manifiesto la pelea que trasciende lo fotográfico claramente y desarticula el interesante relato del 91 para caer en un conjunto inquietante de afirmaciones y contra afirmaciones que Larraín tiene consigo mismo en una suerte de diario espiritual. El relato del Larraín metafísico: preguntas, meditaciones y respuestas. Sus frases místicas -esas que están anotadas a puño y letra en el transcurso de las 200 páginas del Valparaíso de 2016-, buscan quizás contraponerse con sus imágenes. Cuestionar lo que está  en ellas contenido. Estoy lejos de creer que sean para complementar el libro o hacer que las fotos resalten, haciendo una suerte de ingenuo tratado de expansión de conciencia o alguna estupidez por el estilo. Hay algo más interesante y a la vez más duro: una búsqueda que impide clasificar este libro como un fotolibro. Larraín, el Larraín que renunció a la fotografía, lo convierte más bien en una suerte de repetitivo mantra que se vuelve a ratos maravillosamente críptico, pero también esa característica hace a veces que se vuelva tedioso. Es una interpelación constante entre el hombre que dejó de ser fotógrafo y la leyenda de la fotografía. El monje y el artista. Y es que este es un libro hecho por Larraín para sí mismo, no para los lectores. Por eso no es un relato fotográfico y está en desventaja con la edición del 91. Es más bien una suerte de bitácora metafórica de lo que fue su búsqueda, tanto en lo fotográfico como en lo espiritual. Una libreta de apuntes en que el conflicto entre ambas aristas de su biografía inseparables es patente. Y seguramente por eso permaneció inédito como libro: porque no fue hecho para ser publicado si no para otros fines. Privados. íntimos. Larraín compartió por generosidad o lúcido desapego este proceso interior para nuestra fortuna. Sin duda estamos ante una publicación que es una parte importante de lo aún no dicho o no comprendido sobre quién fue Sergio Larraín. El hombre que luchó por dejar atrás el apego, y que estuvo hasta el final en dicha búsqueda. Lograda o no lograda, no es asunto nuestro como tampoco este libro, que si bien es cierto no es tan bueno desde su edición como la primera tirada de hace 25 años, es más complejo. Más valiente.  Porque en él Larraín, el  monje, se atreve a perder a ratos con el Larraín fotógrafo. En ese gesto hay sin duda una prueba de fe. La fe sencilla del iluminado.  

1 comentario:

  1. Lúcido acercamiento, Emiliano. En alguna medida, tuve una sensación parecida a la tuya. Una de las cosas que me perece más poderosas del libro nuevo es lo que hace con respecto al anterior. Siempre habíamos sabido que se trataba de un canon y así nos relacionábamos con él. Ahora esa idea es más nítida que nunca. La otra cosa que se reveló para mí es el papel del editor en el asunto del fotolibro. Este último es su edición personal, es más él y a la vez lo vuelve menos coherente y más alejado, aunque visibiliza sus preocupaciones últimas. ¿Cuándo y quién construye la obra? En cualquier caso, da gusto leerte. Abrazo,

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