La ciudad guarda en el brillo asoleado de sus reductos un ramillete de recuerdos: son las horas vividas que se hacen reales, como si fueran una fina certeza sentimental que, a veces, cuando una extraña condición del tiempo y del espacio -la magia o la alquimia- lo permiten, podemos palpar como fantasmas de carne y hueso. En las viejas casas podemos oír la voz de alguna sombra que pronuncia poemas, el ritmo de una misteriosa musiquilla irreal de otro mundo, el juego de las luces mortecinas que aparecen al arreciar la noche. Al pasar por la calle Morandé oigo en mi cabeza la voz del viejo “Osnofla”, el poeta perdido -además de caricaturista en Zigzag, Topaze (donde hacía diagramación), Corre Vuela y Pobre Diablo entre otras-, olvidado autor de un gran poema célebre, favorito de Neruda, atribuido sin ningún permiso y desfachatadamente a la antipoesia de Nicanor Parra, quien a veces lo recita sin molestarse en decir quién es el autor. Incluso, en una gran antología que hizo Copec hace unos años, el texto aparece como obra “inédita” del autor de los Artefactos. Pero da lo mismo, la justicia poética viene así, en la boca de otros que con su grandeza saben reconocer lo bueno y hacerlo suyo. Alone, el crítico, tenía considerado el poema como uno de los cien mejores de Chile y Neruda -a quien el mismo Alone le decía en tono de broma que este era el poema 21- cuando lo recitaba en el bar de su casa en Valparaíso o en el viejo Club La Bota e incluso ante sus amigos en México, era presa de tal emoción que derramaba lágrimas al oírse así mismo recitar de memoria -raro, ya que no solía memorizar nada- esta pieza maravillosa del antiguo ingenio poético nacional. La gracia del texto -titulado La Bótica- es que el poeta esdrujulizó las palabras, cambiando los tildes de lugar para jugar con la maravillosa musicalidad del ritmo. Dice así aquel sabroso estribillo:
“Fue una tarde triste y pálida / de su trabajo a la sálida / pues esa mujer neorótica / trabajaba en una bótica. / Cuando la ví por vez primera / una pasión efimera / me dejó alelado, estúpido / con sus flechas el Dios Cúpido / que con su puntería sabia / mi corazón herido habia. / Me acerqué y le dije histérico: / -señorita, soy Fedérico. / ¿Y usted? Respondió la chica: -yo me llamo Veronica. / Y en el parque a oscura y solos / nos quisimos cual tortolos. / Pasó veloz el tiempo árido / y a los meses el márido / era yo, de aquella a quien /creía pura y virgen. / Llevaba un mes de casado / lo recuerdo fue un sábado/ La pillé besando a un chico /feo, flaco y raquitico. / De un combo la maté casi / y a ella, entonces, le hablé asi: / “Yo que te creía buena y cándida/ y has resultado una bándida! / Y el honor solo me indica, / mujer perjura y cinica, / después de tu devaneo, / que te perfore el craneo”. / ¡Y maté a aquella mujer / de un tiro de re volver!”.
El verdadero nombre de Osnofla era Luis Enrique Alfonso Mery, -su primer apellido escrito al revés daba justamente vida a su singular pseudónimo- y vivió en esta calle Morandé -hacia el norte- hasta enero de 1949, fecha en que murió, inadvertido, casi solo, hecho pedazos por el ardiente vicio de Baco, certeza y precio que pagan los poetas amantes de la noche y la bohemia. Su casa quedaba en el tercer piso del viejo edificio de ladrillos que está en frente de la escuela de teatro de la Universidad de Chile. Hoy, al pasar por su barrio, recuerdo su historia rescatada sólo por unos pocos entendidos como Jorge Montealegre que hace unos años le hizo un merecido homenaje en un par de revistas. Miro alrededor para darme cuenta que aquí algo queda de aquella vieja vida de Santiago. No sé qué será. Quizás el Bar Olimpíco o la Peluquería Morandé que adornan estos parajes que, aunque cercanos al centro, guardan una impronta de inhóspito caserío de pueblo de paso, con sus tiendas de botones, poliespol, máquinas de coser, moteles vetustos, bares, topless, escaleras que se abren ante la vista del curioso hacia pisos de oscura vida, y más: en esta misma Morandé hay todo un acontecer que viene desde la Alameda, con La Moneda y su famosa puerta con el número 80, la Plaza de la Constitución, los tribunales de justicia, el antiguo edificio de El Mercurio en remodelación, la Biblioteca del Congreso y una larga lista que parece resumirse en un sencillo final hacia este norte coronado por la vieja historia de un poeta perdido y su gran poema que aquí recordamos.
“Fue una tarde triste y pálida / de su trabajo a la sálida / pues esa mujer neorótica / trabajaba en una bótica. / Cuando la ví por vez primera / una pasión efimera / me dejó alelado, estúpido / con sus flechas el Dios Cúpido / que con su puntería sabia / mi corazón herido habia. / Me acerqué y le dije histérico: / -señorita, soy Fedérico. / ¿Y usted? Respondió la chica: -yo me llamo Veronica. / Y en el parque a oscura y solos / nos quisimos cual tortolos. / Pasó veloz el tiempo árido / y a los meses el márido / era yo, de aquella a quien /creía pura y virgen. / Llevaba un mes de casado / lo recuerdo fue un sábado/ La pillé besando a un chico /feo, flaco y raquitico. / De un combo la maté casi / y a ella, entonces, le hablé asi: / “Yo que te creía buena y cándida/ y has resultado una bándida! / Y el honor solo me indica, / mujer perjura y cinica, / después de tu devaneo, / que te perfore el craneo”. / ¡Y maté a aquella mujer / de un tiro de re volver!”.
El verdadero nombre de Osnofla era Luis Enrique Alfonso Mery, -su primer apellido escrito al revés daba justamente vida a su singular pseudónimo- y vivió en esta calle Morandé -hacia el norte- hasta enero de 1949, fecha en que murió, inadvertido, casi solo, hecho pedazos por el ardiente vicio de Baco, certeza y precio que pagan los poetas amantes de la noche y la bohemia. Su casa quedaba en el tercer piso del viejo edificio de ladrillos que está en frente de la escuela de teatro de la Universidad de Chile. Hoy, al pasar por su barrio, recuerdo su historia rescatada sólo por unos pocos entendidos como Jorge Montealegre que hace unos años le hizo un merecido homenaje en un par de revistas. Miro alrededor para darme cuenta que aquí algo queda de aquella vieja vida de Santiago. No sé qué será. Quizás el Bar Olimpíco o la Peluquería Morandé que adornan estos parajes que, aunque cercanos al centro, guardan una impronta de inhóspito caserío de pueblo de paso, con sus tiendas de botones, poliespol, máquinas de coser, moteles vetustos, bares, topless, escaleras que se abren ante la vista del curioso hacia pisos de oscura vida, y más: en esta misma Morandé hay todo un acontecer que viene desde la Alameda, con La Moneda y su famosa puerta con el número 80, la Plaza de la Constitución, los tribunales de justicia, el antiguo edificio de El Mercurio en remodelación, la Biblioteca del Congreso y una larga lista que parece resumirse en un sencillo final hacia este norte coronado por la vieja historia de un poeta perdido y su gran poema que aquí recordamos.
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