Miró unas fotografías que aparecieron recientemente en mi casa. Todo comenzó cuando compramos un pequeño scanner de negativos y mi padre se puso a rescatar sus viejas imágenes de los 80. El erial del olvido –definición que le debo a Roberto Bolaño- es un sitio demasiado enigmático a veces, porque al escarbarlo no sólo aparecen viejos rostros, sino también su reposada tibieza, la lentitud de gestos que acompañarán no sólo para siempre al pasado, sino también la vida de ese pasado, esa despedida que se prolongará hasta nuestra muerte. Y resultó que en aquellos negativos estaban, no sólo las fotos que hizo mi padre cuando era un joven fotógrafo que recorría solitario esta ciudad durante la dictadura, sino también de un espacio de mi vida, que en este último año ha ocupado gran parte del tiempo que dedico a pensar. No es sólo la infancia y tampoco el pasado, que es ya un término demasiado amplio para meditar en todo lo que fueron los años 80. Es más bien, ni siquiera un imaginario, sino el peso de la carga mental que conlleva ésta definición. El poema que siempre intento escribir, infructuosamente, sobre aquella vida. Pero no esa imagen deslavada hípster de los 80, que tan de moda se ha puesto entre la gente que va al persa y compra diogeneramente desde marcos de bicicleta hasta viejos computadores Atari. Desde envases de Free o monitos de He Man para adornar las casas, hasta incluso los que rayaron con la serie, que a mí también me encantó, donde se mostraba la casa de los Herrera como una vieja casa de playa, con muebles enchapados y televisores Antu, vivos de nuevo con imágenes de viejos partidos de futbol, concursos de belleza, noticieros, comerciales, telenovelas, dibujos animados, y Pinochet. Y es que el peso del imaginario en el que pienso o en el que intento pensar creo que inútilmente, no es el relato que se hace hoy casi 30 años después de que terminó aquella década. Pienso más bien en la escritura del tedio. En lo real. Recordar el pasado es obviamente un ejercicio inabarcable y en un punto, el pequeño punto donde logro conformarme al pensar en él finalmente como una abstracción sombría, es casi imposible. Todo se reduce a sensaciones. Sólo cabe aquí el conformismo. El pasado es y será siempre un mar –el del relato- en el que lo único que hay son imágenes sueltas, fotografías como las tomadas por mi papá. En estos años y desde que me convertí en fotógrafo pienso a menudo en él en esos tiempos, y ahora que escribo estas líneas uno esos pensamientos con la imagen de ese Santiago en que vivimos juntos mis primeros años. En esa época sobrevivían las calles del siglo XX. Si bien aunque cubiertas con un halo difuso y convirtiéndose cada día en una ruina constante, aún existían viejos edificios que en los barrios agitaban su bandera de combate, y bajo esta bandera existía aún la gente del siglo XX, los habitantes oscuros, los bien aventurados habitantes de aquella vida, que como las casas, también eran una ruina gradual o un remedo patético de tiempos y proyectos anteriores y fracasados. El pueblo de Chile, que en ese instante era derrotado en los cuarteles de tortura. Mi padre era uno de ellos, pero si bien sus fotos tenían que ver con ese mundo, se proyectaban como salvavidas para el futuro. Esas fotos eran mi futuro y de alguna manera, una manera que podría decirse rara, eran fotografías que me ayudarían a descubrir, sobre todo en estos últimos tiempos, quién era yo y quién soy todavía. Y en esta parte caigo en un ejercicio que he reiterado con demasiada frecuencia últimamente, pero que seguiré repitiendo como una necesidad, quizás para deducir algo que me falta entender de todo aquello: imaginar a mi padre, de mi edad, con su cámara, recorriendo Santiago. Saliendo de nuestra casa en la calle Moneda 1898, ese viejo edificio conocido como el barco o el Titanic, y desde ahí verlo cruzar el centro en distintas direcciones. Cuando veo las fotos trazo el recorrido. Un recorrido escurridizo, zigzagueante. Una línea que no definía límites claros entre el arriba o el abajo, ya que la caída no es necesariamente en este orden, porque claro, ahora que lo pienso esas fotos están hechas en el terreno de la caída; en la atmosfera vertiginosa del precipicio, pero a la vez levantan en su deslavado acontecer una visión de resistencia; de vuelo parcial entre el sitio exacto de lanzarse al vacío y su fondo. ¿Y de qué son las fotos? Pues toda es fotografía callejera. Mauricio pertenecía en esos años a la Afi, ¿Asociación de Fotógrafos Independientes? ¿Asociación de Fotógrafos de Izquierda? Es interesante detenerse aquí para plantear algo poco dicho al respecto. Como yo lo veo existían dentro de la Afi al menos dos Afis. Una, la más conocida y sobreexplotada, es la de la épica de las revistas de resistencia a Pinochet como argumento estético; un argumento necesario por cierto, donde cabían las inagotables fotos de marchas y de milicos y de pacos y de concentraciones y en fin. Todo lo que hemos visto ya en el bello documental La Ciudad de los Fotógrafos. Por otro lado hubo artistas –que por ser diametralmente ajenos, no a la denuncia, sino a su cansadora épica romántica, no aparecieron en la película, aunque fueron parte importante de la Afi y tuvieron una visión sobre la dictadura tan necesaria como los primeros. A estos les denominaré la otra Afi-. Todos ellos siguieron el punteo de una intuición existencial frente al mundo de la dictadura. No en una fotografía con los caracteres obvios de la épica que finalmente siempre dará las rayas para la suma, sino desde un lado que más bien apeló a la extrañeza de la imagen poética, que entendía que la realidad no existía afuera sino adentro, ya que el afuera era un espacio censurado, y en su contrapunto el interior reflexivo de las poéticas rescataba esas proyecciones en un tiempo recubierto por elementos tan subjetivos como el humor, la nostalgia, el espacio melancólico e interior de las casas, y los pequeños gestos de un republicanismo aún presente en sucesos y reuniones cotidianas. Las calles, galerías del centro, la gente estacionada para siempre en su escena mundana y su ternura. Este era el gesto de la otra Afi; reconocerse en la propia cotidianidad; mirar el barrio y recorrer erráticamente lo que alguna vez fue un proyecto de país, en ese instante demolido y masacrado. En este grupo honrosamente están los nombres de mi padre, Mauricio Valenzuela, y también de quienes siempre admiro, como la Leonora Vicuña, Oscar Witke, Felipe Riobó, Lucho Prieto y un par más que se me escapa. Pienso siempre en sus fotos como un referente para los jóvenes fotógrafos: Oscar y su Valparaíso o las asoleadas veredas del barrio Yungay; Leonora y su trabajo de fotos pintadas de la bohemia del Bar La Unión, junto a Teillier y Rolando Cárdenas, que bebían mientas el mundo afuera de esas puertas era como arrastrado por un río de agua proveniente de un temporal; el trabajo de Felipe Riobó sobre Cartagena y el de Lucho Prieto, mejor comentado por Gonzalo Leiva en un libro que apareció hace poco por Lom Ediciones.
Cuando pienso en el mundo retratado por esas viejas fotos que mi papá sigue escaneando a diario, y de las que muestro acá una pequeña, pequeñísima selección hecha para mi blog, siento algo raro. El eco de nuestros pasos en ese Santiago deslavado del que finalmente nunca salí; las zonas cotidianas de la extrañeza con las que incluso trato de encontrarme en mis propias fotos, a veces con menos éxitos que fracasos. Y es que será que todo aquel mundo sólo existe en una abstracción, que como una piel nueva bajo la rugosidad de una costra es, sin sangrar profusamente, inalcanzable para los dedos. No lo sé. A veces me preguntó por mucho rato porqué esos viejos lugares ya no existen. Por qué los demolieron. Obviamente me disculpo al utilizar aquí el cliché aburrido del memorioso cronista que añora con lágrimas lo perdido como algo idealizado. En verdad no es ese el gesto que intento ni mucho menos. Sé con fehaciente claridad que aquel mundo, esa imagen suelta en la neblina, no es mejor que ahora. Los contornos de aquel pasado eran aunque felices, bastante duros. Pienso más bien en una idea dicha anteriormente, lo del proyecto de un país que de a poco se agotaba, y sobre cómo en sus ruinas nací, como para siempre recordarlo con el amor que se recuerda la sonrisa de mi madre o a mi padre. En fin. Lo cierto es que dentro de la memoria de ese país imaginado, flotan como espacios de lucidez estas paradójicamente inciertas y borrosas fotos que hemos escaneado para pensar un poco en quienes somos.
Muy buena crónica, Emiliano, además de las fotografías como material visual de la memoria. Es interesante la forma en que buscas tu identidad (y que muchos también lo intentamos), a través de esta memoria fotográfica, ligada íntimamente a tu padre y la actividad que lo define a él en su oficio, y a ti hoy por herencia. Al leer la crónica pensaba en escritos de André Bazin, de Tarkovsky y, en especial, de Cesare Pavese en su poética fundada en la reminiscencia. Me alegra que tengas tan sólidas bases sobre las cuales construir tu memoria familiar e identidad personal. Saludos!
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